La casa de los horrores
La casa de los horrores
Movía la cabeza de lado a lado, enrojecida por el llanto, y de manera repetitiva, como si fuera la niña
del exorcista, repetía “es que yo no tengo ganas de nada, yo no tengo ganas de
nada, nada más que de morirme”.
La semana, la última de
vacaciones, acababa de comenzar, y me dieron ganas de irme a casa, meterme en
la cama y no volverme a levantar en un rato. De no hacer nada. Nada. Si no
fuera porque he convivido con ella desde que tengo uso de razón, o posiblemente
antes, habría dicho que tenía una depresión. Pero sabía que se me pasaría, que
no era una depresión, sino, como se diría coloquialmente, una “bajona”, fruto
del estrés de un verano complicado y de la frustración de no encontrarle una
salida, o al menos no la que te gustaría, a la situación. El verano no había
empezado mal, con éxitos laborales, con buenas noticias económicas, con
novedades agradables. Era el primer verano sin mi padre. Después de tres años
de un Alzheimer complicado el último día de noviembre del año anterior mi padre
se había ido, por segunda vez.
¿Cómo puede alguien irse
dos veces? Quizá porque todos necesitamos creernos algún mito fundacional, yo
siempre he visto mi primera infancia como una infancia feliz, mi particular
paraíso perdido. Yo era el pequeño, tenía dos hermanas mayores, que me querían
mucho. Mis padres eran buenos, nos querían mucho, y hacían todo lo que estaba
en su mano para que tuviéramos la mejor infancia posible. Desde niños nos
llevaban de viaje, por España y por Europa, para que viéramos mundo y nos
empapáramos de lo mejor de la cultura universal. Nos apuntaron a clases de
música, de idiomas, a que hiciéramos actividades deportivas extraescolares. Mis
padres también se querían mucho, y parecían la pareja perfecta, o al menos lo
que entonces se consideraba la pareja perfecta. Mi madre era ama de casa, pero
era una mujer culta, lista, guapa, y que se desvivía por su familia. Mi padre
tenía un buen trabajo, que cada vez le iba mejor. A diferencia de algunos hombres de su época, siempre fue un hombre cariñoso, no tenía vicios, era
hogareño, le encantaba la música y él también se desvivía por su familia.
La primera vez que se fue
mi padre fue cuando yo tenía veinte y muchos años. De repente empezaron a aparecer
cosas raras. Y sí, al final parece que estaba con alguien. La familia perfecta
se rompió, y lo que antes era un oasis de tranquilidad se conviertió en una
fuente de conflictos. Mi padre empezó a hacer cosas raras, y yo empecé a pensar
“A este hombre se la ha ido la cabeza”.
Pasarse tiempo, más de un año, sin hablarse con sus hijos, con sus nietos. Así
que, justo antes de que lo operaran de la próstata, cuando voy a hablar con mi
tía, y me dice “Si es que tu padre es
bueno, lo que pasa es que tiene esa cosa como mi padre, que le daban esas
cosas, lo llevaron al doctor y se le curó” todo me cuadró. Se lo dije a mis
hermanas. Saliendo de esa operación de próstata a mi padre se le disparó el
Alzheimer, que hasta entonces no tenía diagnosticado, y ya sólo aguantó tres
años más con vida. Un día, en la peregrinación de médicos, residencias,
revisiones y mil historias más que me han tocado en estos tiempos, acudí al
neurólogo, por mi padre. El diagnóstico fue “Demencia, tipo Alzheimer, con trastorno de base no filiado”. Pues
eso, que, a mi padre, en algún momento, se le fue la cabeza. Quizá es porque
ahora yo prefiero creerlo así, pero eso es lo que hizo que mi padre, que durante
mucho tiempo fue de una manera, de repente cambiara. Ésa fue la primera vez que
se fue mi padre.
Por extraño que pueda
parecer, la sensación que me quedó a mí tras los tres años de Alzheimer de mi
padre fue de serenidad. Se suele decir que quienes sufren la enfermedad van
volviendo a etapas anteriores de su vida, que se hacen un poco como niños. Con
todas las particularidades que implica una enfermedad tan dura como esa, y
gracias a que en menos de un mes desde el diagnóstico encontramos una
residencia, fue un tiempo para hacer las paces y para despedirnos en calma. Mi
padre, olvidando toda su segunda etapa, volvió a la primera etapa de su vida.
Fueron tres años en que le fui a ver prácticamente todas las semanas, en mis
vacaciones y fines de semana varias veces. Al principio lo llevaba de paseo en
coche, ya luego lo sacaba al parque. Le ponía toda su música favorita.
Conciertos de violín: de Mozart, Beethoven, Tchaikovski, Saint Saens y otros;
sinfonías y otras piezas, toda música clásica, que fue lo que en la primera
etapa de su vida le daba la vida. Falleció con 84 años cumplidos, así que,
aunque por su madre y otros familiares él siempre pensaba que iba a vivir más,
lo cierto es que vivió una vida bastante larga. Entre mi hermana la del medio y
yo, con algo de ayuda de la mayor, en los últimos tres años nos dio tiempo a
deshacer muchos de los desaguisados que había hecho en los años anteriores, la
gente con Alzheimer suele hacer muchas locuras (o eso es lo que yo prefiero
creer). Enfrentarte a la muerte de tus padres es algo que a la mayoría de las
personas nos toca, salvo que fallezcas tú antes. En los tiempos que corren que
en los últimos años de vida de tus padres tengas que hacer frente a algún tipo
de enfermedad neurodegenerativa es bastante habitual. Así que cuando fallece tu
padre, y te quedas con sensación de serenidad, de que hiciste todo lo posible,
que todo está bien, no te queda más que cerrar esta etapa y seguir con lo que
te queda de vida.
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Mi madre cumplía 87 años
a finales de julio. Mi hermana la mayor, que vive en la Península, me preguntó
si pensaba que valía la pena que buscara unos días en julio para venir a verla.
Yo le dije que sí, por supuesto, que tal y como lo veía, este año se alegraría
mucho de verla, pero que ya el próximo no estaba seguro, que las cosas hay que
hacerlas mientras puedes, porque luego quizá ya no puedes. Llego con mi hermana
a la residencia en que está mi madre para sacarla de paseo. Y mi madre, lo
bastante bajito para que no lo escuche nadie más, pero lo bastante alto y claro
para que yo lo entienda perfectamente, me dice “¿Qué haces aquí, hijo de puta?”. Vamos de paseo a Santa Brígida, y
cuando mi hermana dice de acercarse a hacer no sé qué, mi madre dice que no. No
se quiere quedar sola conmigo. Dice que yo estoy compinchado con la gente de la
residencia. Todo empezó con una manía que arrancó en abril hacía un año: que en la residencia hay un complot contra ella.
¿Por qué he estado siempre tan pendiente de mi madre? Supongo que tiene que ver con cuando mi padre se fue de casa hace más de 20 años. Si con mi padre me pasé los últimos años yendo a verle todas las semanas, a veces más de una vez por semana, lo cierto es que llevo décadas pendiente de mi madre. Me he ido de casa, vivo incluso fuera de la isla en que vive ella, pero en cierta forma es como si nunca me hubiera acabado de ir, siempre pendiente. Verano, Navidades, Semana Santa, Fines de Semana. Períodos en que no tenía clase. La mayoría de la gente no entiende que el trabajo del profesorado universitario no termina cuando terminan las clases. Mi madre, durante mucho tiempo, parecía no entender qué podía yo hacer, si no tenía clases, mejor que ir a quedarme, estar con y cuidar de mi madre. En este verano en que me ha repetido infinidad de veces que ella lo que quiere es estar siempre conmigo creo que ha pasado a una fase un poco más aguda: no entender qué puedo tener que hacer yo mejor que dejar mi vida y dedicarme a cuidarla y estar con ella 24 horas al día. ¿Será por ello que me llama “hijo de puta”? Total, si tú no estás casado, ni tienes hijos, y siempre se ha dicho que lo más importante es la familia, ¿Qué puedes tener que hacer más importante que cuidar de tu madre? En algunos de sus últimos períodos de lucidez mi madre me lo llegó a decir de manera literal: Mamá, ¿tú no te das cuenta que esperas más de mí de lo que esperas de mis hermanas? Claro, es que ellas están casadas y tú no.
Empezaba la semana y me dijeron algo que, en realidad, yo ya sé qué es así, y que no es la primera vez que me lo dicen. Tú estás demasiado centrado en tu madre. Siempre dices que te hubiera gustado casarte y tener hijos. ¿Por qué te has pasado la vida entre islas? Si ya tienes claro donde tienes tu trabajo, si te hubieras quedado donde estás, y no tan pendiente de tu madre, ahora estarías casado y con hijos. Ahora tu madre está mal, y ya está mayor. Dentro de poco se irá, y tú lo que vas a tener es una depresión de caballo, porque vas a tener la sensación de que te has pasado la vida cuidando de tu madre, que eso no ha servido de nada y tú vas a sentirte solo.
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A mi madre la cambiamos a
mitad de agosto de residencia. Mi hermana la bautizó “El hospital de los horrores”. Este verano se cumplieron dos años
desde que mi madre está en residencias. Empezaba la semana y me llamó la
psicóloga del nuevo centro. Quería mi opinión, porque en el anterior le tenían
activado el protocolo anti suicidio, le parecía que podía ser contraproducente
y quería saber mi opinión (creo que es por ello que mi madre se pensaba que había un complot contra ella). Le dije lo que mis hermanas y yo hemos dicho
siempre: desde que tenemos uso de razón hemos escuchado a mi madre decir “yo no tengo ganas de nada, nada más que de
morirme”. Pero, hasta donde sabemos, una cosa es que nunca haya tenido
ganas de vivir y otra es que alguna vez haya intentado quitarse la vida. La
psicóloga me dijo que me madre le había dicho que desde niña ella ha sido
depresiva. Esta mañana, mientras desayunaba, pensaba que no deja de ser un poco
injusto que mi madre haya dicho a personas desconocidas “Yo desde pequeña tengo problemas de depresión” y sus hijos no nos
haya dicho nunca claramente “Mis niños,
yo me he pasado la vida entre enfadada y deprimida, pero eso no tiene que ver
con ustedes, con que sean malos hijos, yo ya era así mucho antes de ustedes
nacer”. Claro que luego te haces mayor y vas aprendiendo a poner las cosas
en perspectiva. Pero cuando eres niño tiendes a pensar que si tu madre está
enfadada es porque has hecho algo mal, y entonces no sabes lo que es la
depresión. Supongo que es una marca que te queda para siempre: los niños
quieren que sus madres les aprecien y les reconozcan. ¿Qué pasa cuando eres
niño y tu madre está tan ocupada con su depresión que no está para apreciar y
reconocer a nadie? Supongo que lo que yo he hecho es sobre todo intentar portarme
siempre un poco mejor. Mi madre está
enfadada porque he hecho esto, aquello, pero no lo otro; quizá si lo hiciera se
pondría contenta. Lo haces, y durante un breve tiempo está contenta. Pero luego
se acostumbra y vuelta a empezar. Y quizá es demasiado tarde cuando entiendes
que te has embarcado en una carrera sin sentido que nunca vas a poder ganar. ¿Será
por eso que me ha dado por participar en maratones y otras pruebas que sólo por
terminarlas consigues “ganar”?
En abril de 2022 mi madre
iba camino de cumplir los 84. Estábamos, por fin, saliendo de la pandemia del
COVID. El verano de 2020, el más duro del COVID, yo lo pasé con mi madre en un
apartamento prácticamente en primera fila de la playa de San Agustín (los
precios entonces eran más bajos) y muchos fines de semana venían mi hermana, mi
cuñado y mis sobrinos (sus nietos). Yo me dediqué a hacer mucho deporte y a
acompañar a mi madre, pensaba que ese verano de pandemia tampoco se podía hacer
mucho más. Ahora cuando lo cuento a la gente le sorprende, pero está claro que
para mi madre no fue bastante. A la vuelta a la normalidad, con la edad que
tenía, se le estaba haciendo difícil, así que mi hermana la mayor contactó con
una persona para que la ayudara: no es nada raro que una mujer de casi 84 tenga
una asistente, más teniendo en cuenta que dos hijos viven fuera y la única que
está tiene dos hijos adolescentes que criar. A mi madre no le gustaba esa
persona, así que probamos con un centro de día, que no le gustó, hasta el
verano de ese año. El verano descansó, y en septiembre empezó a ir a otro
centro de día, donde le daban de comer y la tenían entretenida, al principio
parecía que le gustaba. Así como en abril de 2023 se quejaba de que sentía tan
sola y de que las tardes se le hacían tan largas que contratamos una chica que
la fuera a buscar a la salida del centro de día, la llevara a casa y se quedara
con ella hasta darle la cena. Aparte, yo seguía yendo la mayoría de fines de
semana, ya mi padre estaba con Alzheimer y había mil tareas que atender, y mi
hermana siempre que podía iba a verla. A mi madre seguía sin gustarle. Total, que justo
hace dos veranos, en el verano de 2023, a mi madre le dio una infección de
orina tan grande que se pasó varios días ingresada y salió en silla de ruedas.
De ahí ya fue ella misma quien pidió ir a una residencia. Estuvo ese verano
ingresada y, como no le acababa de gustar, en septiembre la cambiamos a otra,
donde estuvo hasta este verano.
Los primeros meses de
estar mi madre en la residencia fueron buenos. Pero después empezó a tener
comportamientos extraños y disruptivos. A mí alguna vez no me reconocía (o
fingía no hacerlo), dejó de hablar con nadie. Empezó a decir que no tenía ganas
de nada, nada más que de morirse, de ahí que le activaran el protocolo anti
suicidios. De forma muy resumida, lo que yo interpreté de lo que me dijo la
psicóloga del centro fue “tu madre tiene
algo, mira a ver si consigues que la vean”. Y el diagnóstico fue “Demencia
vascular”. A partir de ahí (abril de 2024) cuesta abajo. Lo normal, en los
últimos meses, es que cuando fuéramos a verla nos la encontráramos sentada en
una silla, con los ojos cerrados y haciendo, literalmente, nada. Después del
fallecimiento de mi padre conseguimos la pensión de viudedad, y además nos
llegó la Ley de Dependencia. Nos dijeron si queríamos optar a plaza pública y
dijimos que sí: una residencia de mayores privada supone más de 3.000 euros al
mes, la pública es muchísimo menos. De ahí que desde mitad de agosto esté mi
madre allí.
A mi madre no le gusta
(tampoco es que le gustara la anterior). El personal del centro es muy
profesional, y además cariñoso. La comida y las instalaciones están bien. Pero
es verdad que es un centro en que hay mucha gente que está muy mal. Así como en
los centros privados las cosas feas como que se esconden más, aquí se ven. Y
bueno, yo me he pasado prácticamente dos semanas yendo a buscar a mi madre
sobre las 12 y llevándola de vuelta sobre las 19 horas. Ella no para de repetir
que no quiere estar en una residencia, que lo que quiere es estar en su casa,
que ella querría estar todo el día conmigo. Y ya no sé cuándo fue la última vez
que mi madre me dedicó una sonrisa o una palabra amable. Al final yo terminé
por cogerme una infección: cuando estás sometido a mucho estrés acaba afectando
al sistema inmune y eres más propenso a ellas.
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Una residencia puede
acabar convirtiéndose en el hospital de los horrores, pero una casa puede
acabar convirtiéndose en una casa de los horrores. Hace mucho que sé que mi
madre tiene problemas de salud mental, porque una depresión es un problema de
salud mental, no sé por qué a veces la gente lo banaliza. Hace bastante menos
tiempo entendí que mi padre también tuvo, durante buena parte de su vida, algún
problema de salud mental. Creo que tuve la suerte de que al menos se fueron
turnando: siendo yo niño mi padre estaba bien, aunque mi madre no lo estuviera.
Y luego, cuando mi padre se puso peor, yo ya era mayor, y, además, durante un
tiempo, coincidió con una fase buena de mi madre. Por los caprichos de la
genética ni yo ni mis hermanas heredamos lo peor de los dos, sino rasgos
relativamente buenos de ambos: si no, sin duda, no habríamos llegado a esta edad
vivos y/o cuerdos. En realidad, en muchos aspectos de la vida, seguro que mucha
gente diría que he tenido una vida bastante exitosa. Si la vida es como una
partida de cartas, en la que no eliges las cartas que te tocan, sino sólo cómo
juegas la partida, en los últimos tiempos tengo a veces la sensación de que yo
jugaba la partida sin saber que mis cartas, en cierto sentido, estaban un poco
trucadas. Supongo que eso tiene que ver con el optimismo exagerado de mi padre.
Claro que si no llega a ser por el optimismo exagerado de mi padre quizá nadie
habría sido capaz de sobreponerse al pesimismo exagerado de mi madre.
Nadie elige los padres
que les tocan. Hay quien tiene suerte, y eso resulta relativamente fácil, hay
para quien es más complicado. Pero imagino que la mayoría de la gente, como
quiera que sean los padres que les hayan tocado, intenta jugar la partida de
manera en que cuando ésta vaya a acabar pueda hacerse en paz. No creo que haya
nadie que, al enfrentar el final de su vida, diría de manera sincera que no
hubiera cambiado ni una coma. Habrá quien dirá que le habría gustado irse a
estudiar fuera, habrá quien dirá que le hubiera gustado no haber dejado pasar
la ocasión de casarse con Pepito o con Pepita o, cuando menos, y al menos en el
nivel más anecdótico, habrá quien dirá que hubiera querido que su equipo tal
día hubiera marcado ese gol, o que él (o ella) se hubiera decidido a estar ahí.
¿Qué pasa cuando te enfrentas a la perspectiva de que no hay nada que puedas
razonablemente hacer para evitar que tu madre se pase lo que le quede de vida
enfadada y deprimida? En mi caso, sé de sobras que, aunque le hiciera el gusto,
dejara mi trabajo y me dedicara unos años a acompañarla en el final de su vida,
al poco mi madre se acostumbraría y encontraría otros motivos para quejarse y
estar deprimida que no sean el “yo no
quiero estar en una residencia, yo quiero estar en mi casa con mi familia”.
En mi caso, ahora sé que enfrentarme a esa perspectiva (meses después de
enterrar a mi padre) me hace llegar a niveles de estrés tales que me pillaría
cualquier infección que pase por ahí. Cierto es que, en cierta manera sería una
“solución”: no me enfrentaría a ver cómo mi madre terminaría su vida cabreada
porque me moriría yo antes. Pero, como me decía la psicóloga de mi madre, “ella, por lo que sea, apenas ha podido
disfrutar de su vida. Intenta disfrutar tú más de la tuya”.
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Esta mañana me acordaba
de lo que creo que los hindúes llaman el “dharma”. Aquello que haces bien, que
te gusta hacer y que además contribuye a generar algo positivo en el mundo. No
sé si es el consuelo de no se puede dar para atrás a las manecillas del reloj,
pero diría que la juventud está sobrevalorada. Es verdad que tienes toda la
vida por delante. Pero no sabes qué hacer con tu vida, lo que se te da y lo que
no se te da tanto, lo que te apasiona, lo que puedes hacer por adaptarte y
aquello de lo que es mejor que huyas como gato del agua caliente. Lo bueno de
madurar es que aprendes a conocerte, a aceptarte cómo eres y a no pedir
disculpas por ello. Aunque cada vez te quede menos vida por delante, cada vez tienes
más claro lo que se te da y lo que no, lo que te apasiona hacer y lo que mejor que
ni lo intentes, así que la vida que te queda cada vez aprendes a aprovecharla más.
Durante buena parte de mi vida he tenido a menudo la sensación de ser un poco
extraño, de no acabar de encajar en ningún sitio, en ningún contexto. Y sí, en
parte es normal. Si te da por nacer en “España” e irte a estudiar a “Cataluña”,
es normal que unos no se quieran a otros; si te da por nacer en Gran Canaria, e
irte a trabajar a Tenerife, es normal que seas siempre visto como sospechoso en
todos lados. Quizá todo esto tiene algo que ver con que aprendí a vivir mi vida
pese a no sentirme plenamente aceptado. Aunque sea bastante tarde, nunca es tarde
para aprender, en mi caso para aprender que el que mi madre nunca haya acabado de
estar contenta (conmigo) o feliz (conmigo) no tiene que ver conmigo, sino con una
enfermedad que la ha acompañado prácticamente toda su vida. No es que mi madre no me aceptara porque yo fuera inaceptable. Es que mi madre se ha pasado la vida enfadada con la vida.
Creo que si algo se me da bien es leer, escribir, pensar, reflexionar y ver las cosas de otra manera. En buena parte me gano la vida gracias a eso. Y, no sé si es wishful thinking, pero creo que hay gente a la que le ha ido bien que yo haga todo eso. ¿Qué pasa cuando te enfrentas a la perspectiva de que no hay nada que puedas hacer para cambiar el que, en lo poco que le queda de vida, ya pocas veces verás sonreír a tu madre, ya pocas veces la verás feliz, contenta, contenta contigo? Pues quizá te agarres un estrés que haga que te enfermes. Pero tendrás que aprender que no hay nada que hacer, que no tiene que ver contigo, que tienes que intentar ser feliz, aunque tu madre sea profundamente infeliz. Hay muchas personas como mi madre. Ojalá que esto sirva para que personas que tienen que convivir con ellas entiendan que no es culpa de ellas, y para que lo pasen un poquito menos mal de lo que lo he pasado yo.
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