Sociología de la familia: de los cuidados y otras cuitas

 

Tras la mejora significativa en estado de ánimo y conductual las semanas posteriores a su ingreso, empeoramiento progresivo, con sintomatología compatible con cuadro depresivo, interferencia significativa en vida diaria. Apatía, anhedonia. Ideas negativas recurrentes e intrusivas, embotamiento afectivo. (…) Impresiona enlentecimiento en procesamiento, no influyendo en rendimiento durante la valoración ni en el resultado obtenido. (…) Pensamiento recurrente de muerte con ideación suicida, sin conductas ni intentos actualmente. Desesperanza y sentimientos de rendición, verbalizando de manera explícita la intención de suicidio. Por tanto, se abre protocolo en prevención, en el cual se realizará mayor seguimiento de todo el equipo del centro, principalmente en los fines de semana.

 

La vida que vives es el resultado de la interacción entre lo que tú haces con tu vida y lo que tu vida hace contigo. Por cosas de la vida, el primer cuatrimestre de este curso lo empecé teniendo que asumir, además de mis clases, las de un compañero que estaba de baja por problemas de salud mental, aunque era prácticamente la misma asignatura que imparto yo. Este segundo cuatrimestre, sin embargo, aunque también por problemas de salud mental, he tenido que hacerme cargo de una asignatura que nunca había impartido: Sociología de la Familia. Aunque de lo que sí tengo que hacerme cargo es de mi propia familia, de la de origen, claro, es decir, de mis padres, e indirectamente, de mis sobrinos y hermanas, porque lo que se suele denominar familia de destino (pareja y/o hijos) no tengo. ¿Qué es la familia? ¿Cómo entenderla sociológicamente?

Podríamos decir que la familia es la institución en la que, en gran medida, aunque en colaboración con otras, recae el peso de la producción y reproducción de la vida humana. La producción en el sentido más biológico: mientras no avancen otros medios, hasta ahora para producir una vida humana es necesario que dos personas de sexo biológicamente distinto mantengan relaciones sexuales, que un espermatozoide fecunde un óvulo. Mediante la regulación de la sexualidad, y el linaje, en el sentido de la transmisión de herencias, primero en términos meramente genéticos, y luego en términos más amplios, la familia, o, mejor dicho, las familias, han contribuido a la reproducción. Mediada la tercera década del siglo XXI, cuando el concepto de “revolución reproductiva” está ya más que consolidado en las Ciencias Sociales, resulta obvio que sexo y reproducción no están tan íntimamente ligados como lo habían estado antes: si fuéramos a calcular el porcentaje, el número de relaciones sexuales, de todo tipo, que acaba generando una nueva vida humana, es en la actualidad prácticamente ínfimo.

Pero más allá de la reproducción biológica, la familia se ha asociado tradicionalmente a la reproducción social: los seres humanos venimos al mundo como cachorritos indefensos. Como decía una profesora mía, hace falta un enorme trabajo doméstico de cuidado de la fuerza de trabajo pasada (mayores) futura (hijos/as) y presente (quienes trabajan tanto que apenas pueden dedicar tiempo a los cuidados) para que la sociedad se mantenga. Cuidar de los niños, de los ancianos y de los dependientes es una de las funciones clave de la familia, aunque en ella intervengan también otras instituciones (guarderías, centros de día, residencias…). Por otro lado, la familia tiene que ver con la estratificación social. La familia tiene que ver con las herencias: según los datos oficiales, en la actualidad, tanto en España, como en Canarias, cerca de un 13% de las transmisiones por vivienda lo son mediante herencia, y casi un 6% más por donación. Poniendo cara al concepto de “la emergencia de una clase media patrimonial”, que desarrollara Piketty, y que a mi alumnado del Grado en Contabilidad y Finanzas les cuesta tanto entender (siguen creyendo que la vida que acabas viviendo depende tan sólo de lo que te esfuerces), resulta por tanto que casi una de cada cinco viviendas que se transmite es en base a qué familia perteneces. Last but not least, para entender la familia me ha servido releer algunas partes de “Los peligros de la moralidad: por qué la moral es una amenaza para las sociedades del siglo XXI”, del psiquiatra bilbaíno Pablo Malo, que descubrí el año pasado, en concreto todo lo que tiene que ver con las teorías de la psicología y antropología evolucionista acerca de la moralidad, y el concepto desarrollado en Psicología Social de Convicciones morales. Desde este punto de vista en toda sociedad se tiende a diferenciar entre tres grandes conceptos: 1) los gustos, 2) las convenciones sociales y 3) las reglas morales, y es muy importante ver que los procesos de moralización y desmoralización, por los que determinadas cuestiones entran o salen fuera del ámbito de lo moral, no sólo son socialmente contingentes, sino que resultan claves para entender también el desarrollo de las familias.

 

Repasemos estos conceptos. Gustos: hay a quienes les gusta la pizza con piña, a quienes no; quien sigue el baloncesto y quien prefiere el fútbol. Empezamos a meternos en el terreno de la familia: a quienes les atraen las personas del otro sexo y a quienes les atraen del mismo; quienes prefieren rubi@s o quienes prefieren moren@s; quienes tienden a sentir atracción por personas más o menos de su edad, entorno y/o cultura y quienes tienden a sentirla por personas mayores o más jóvenes, de otros entornos (exogamia) o del propio (endogamia) de estatus o clases superior (hipergamia) o similar (homogamia). Los ejemplos puestos ayudan a ilustrar esta idea de que en el ámbito de lo familiar las dinámicas de moralización y amoralización están en constante interrelación dialéctica. Algunas cuestiones que antes llevaban asociadas una gran carga moral ya hoy no la tienen: que te acuestes con hombres o con mujeres, que tengas una única pareja o que cada fin de semana tengas una distinta ya no llevan la misma carga moral que antes. Convenciones sociales: en unos países se conduce por la izquierda, en otros por la derecha. Si quieres conducirte de forma eficiente en una sociedad tienes que aceptar unas reglas, aunque se asume que en otras sociedades imperan otras normas. Y no se le asigna una valoración moral a nadie por seguir unas u otras normas. Reglas morales: se pretenden universales, atemporales, y llevan asociadas estigma y sanciones sociales. Una expresión que he escuchado siempre a mi madre: “una madre se quita la comida de la boca para dársela a sus hijos”. Otra más divertida: cuando mi madre se quejaba de que no la llaman sus hijos, y yo le decía, “y por qué no nos llamas tú”, su respuesta categórica es: “los hijos son los que tienen que llamar a los padres”. Recuerdo haberle preguntado que dónde estaba escrito eso, si en la Biblia, y me llegó a decir que sí (por lo visto, en tiempos de Moisés ya había móviles…). El ejemplo sirve para poner de manifiesto una cuestión clave: quien no cumple con las normas humanas es considerado una “mala persona”. Según el argumento de Pablo Malo, el problema de la moral es que tiende a considerar a las personas que no comparten nuestra moral como infrahumanas. Y la visión universalista de las normas morales acaba justificando la violencia moralista. Sin incidir en ese argumento, el carácter moral de muchas cuestiones asociadas a la familia juega un papel clave en la regulación del comportamiento social: la gente puede tener hijos, cuidarlos, o cuidar a los mayores, porque es lo moralmente correcto. Y así la sociedad consigue lo que “perseguía”.

Que yo no tenga parea ni hijos no quiere decir que no tenga familia, ni mucho menos, que no tenga trabajos asociados a la familia: por mi edad, la de mis padres, y su estado de salud, lo que me toca es gestionar el cuidado de las personas dependientes. ¿Y qué consideramos una persona dependiente? Tradicionalmente se tiende a considerar a quienes, por ser muy jóvenes (niños), muy mayores (personas ancianas) o tener algún tipo de enfermedad no pueden llevar, de manera indefinida, o al menos durante un tiempo, una vida plenamente independiente, como personas dependientes. No resulta ya novedoso decir que la enfermedad mental tiende a estar muy poco visibilizada. ¿Desde cuándo tengo yo que hacerme cargo de mis padres? Hace dos años que mi padre está en una residencia con Alzheimer, aunque en el diagnóstico se veía que tenía algún tipo de trastorno de base no filiado. Desde hace ya más de medio año, cuando, tras una infección de orina se quedó tan débil que primero había que llevarla en silla de ruedas y darle de comer (ahora va con andador y come sola) mi madre está en otra residencia. La cita con que empecé esta reflexión es parte del último diagnóstico de la psicóloga de la residencia de mi madre. Desde que yo tengo uso de razón mi madre ha pasado por fases alternas pero repetitivas de depresión (ahora sé que eso se llama distimia). La primera vez que yo tuve la razón suficiente para escuchar que mi madre no paraba de decir: es que no tengo ganas de nada, nada más que de morirme hace más de 35 años. La última vez que escuché la idea de que yo tenía que cuidarla, decirle qué música escuchar, qué libros leer, sacarla de paseo y que, gracias a todo lo que yo iba a hacer se iba a poner bien hace menos de cinco semanas. Obviamente, habla la enfermedad, pero es difícil buscar una expresión más clara de culpabilización moralista en que una persona hace a otra responsable de su felicidad: tú tienes que hacerme feliz, y si yo no soy feliz es porque tú no me cuidas lo bastante, o lo bastante bien, es decir, en último término, porque no eres un buen hijo. Obviamente, a veces, con cierta cordura, cuando no habla la edad, se llega a entender que no es así: quien tiene una mental condition, como es la distimia, que genera constantemente sentimientos de tristeza e infelicidad, se siente infeliz, y eso no es consecuencia de cómo se comporten las personas que estén a su alrededor. Cuando en ciertos momentos he llegado a decirle por qué parece que esperas más de mí que de mis hermanas, la respuesta ha sido en términos asociados a la familia: porque tus hermanas tienen sus maridos, una de tus hermanas tiene sus hijos, así que su obligación moral es sacar adelante a sus familias. Tu familia soy yo, así que tu obligación moral es cuidarme a mí. En fin, aunque no era el objetivo de esta reflexión, ahí se ha colado uno de los cambios de las familias en las últimas décadas, una cierta relajación en lo que antes eran unos roles de género muy rígidos. Entre la generación de mis padres y la mía se ha pasado de que mis tías tenían que ayudar a mi padre, porque era él hombre, y si alguien tenía que cuidar de los mayores era alguna tía solterona, a mi situación en que no importa el género (que yo sea hombre) sino el estado civil (lo de si tener que hacerte cargo dé influye en el estado civil lo dejaré para otro momento. No hace mucho vi un documental en RTVE, “Des-nudos”, sobre la salud mental. Dos de las personas que allí hablaban eran miembros de un grupo de ayuda a personas que habían sufrido suicidios de personas cercanas. Me puedo imaginar la culpa que se puede llegar a sentir. ¿No será que mi madre se acabó quitando la vida por todos los disgustos que le daba, porque en el fondo no he sido lo bastante buen hijo (o hija)? El humor, a veces, ayuda. Yo ya no sé ni cuánto hace que, cuando mi madre me pregunta por qué hago o dejo de hacer algo respondía: para incordiarte a ti, porque mi labor en la vida es incordiarte a ti, la labor de los hijos es incordiar y dar sinsabores a las madres. Pero a fuerza de repetición, a veces ni el humor ayuda.  

Creo que es ya parte casi del discurso común el que el cuidado de los mayores es, en la actualidad, uno de los mayores más acuciantes que tenemos como sociedad. Y creo que también es parte del discurso común que la reacción general de los mayores ante la posibilidad de ser cuidados en una residencia oscila entre la indignación, el miedo y la rabia moral. Hay quien piensa que cuidó de sus mayores, y que en una sociedad justa su descendencia debería hacerse cargo ahora de ella (o de él). Hay quien piensa que a los mayores se les pone en una especie de aparcamientos/guarderías de ancianos, donde no les espera otro horizonte que la muerte, sólo por la inmoralidad, frivolidad y comodidad de las generaciones anteriores, que prefieren poner a las personas ancianas en residencias para seguir disfrutando de una vida más cómoda (seguir pudiendo salir a cenar, no tener que encargarse de sus necesidades…). Y, a raíz de algunas noticias, que, como todas las noticias, son malas noticias (qué noticia sería “En la residencia tal se trata estupendamente a los ancianos” hay quien tiene miedo de las residencias. Usaré mi caso como ilustración. La particularidad del caso, más allá de la distimia de mi madre, es que yo tengo el trabajo en una isla distinta a la que reside mi madre. La presión moral que he sentido para que cambiara de trabajo y me buscara otro que me permitiera vivir con mi madre es enorme, la de veces que me habrá dicho mi madre “es que todo le toca a tu hermana, que la pobre, es la única que tiene hijos, que ya tiene bastante con esos chiquillos” (somos de Gran Canaria, una hermana vive ahí, la otra en Barcelona y yo en Tenerife). Por otro lado, incluso tengo que admitir que, si hubiera tenido una buena posibilidad, no me habría importado, me siento muy unido a mi isla de origen y no especialmente a la de residencia. Ante esa dificultad, también se ha planteado la posibilidad de que me pidiera una excedencia y me mudara, y me encargara de mi madre. Por pura lógica, pues ha cumplido ya los 85, los que le quedan son los últimos años de mi madre. Me puedo imaginar lo que muchas de sus amigas (que no es que ella sea de amigas) pensarán: ella estaba relativamente bien, con sus altos y bajos, claro, pero cuando los hijos la metieron en la residencia es cuando ya ha entrado en la depresión definitiva, y ahora terminará su vida de esta forma tan triste.

Apatía, anhedonia. (…) Pensamiento recurrente de muerte con ideación suicida, sin conductas ni intentos actualmente. Desesperanza y sentimientos de rendición, verbalizando de manera explícita la intención de suicidio.

 

Algún día más bien no muy lejano, por pura edad, y espero que no por suicidio, mi madre fallecerá. Si pudiera, me encantaría que mi madre disfrutara un poco de los últimos momentos que le queden. El chantaje emocional es hacerte creer que, si la sacaras de la residencia y vivieras con ella (y ya verás cómo te las apañas) ella no estaría tan triste y podría vivir con felicidad sus últimos momentos. Pero su infelicidad depende de su enfermedad, no de mi comportamiento. Llegados a este punto, me parece que el subtítulo del libro de Malo es bueno: la moral es una amenaza para las sociedades del siglo XXI. Uno de los problemas de las sociedades del siglo XXI es el cuidado de las personas mayores y dependientes. Como podemos, mis hermanas y yo intentamos hacer lo que podemos. Creo que el mundo estaría un poquito mejor si se sacaran estas cuestiones del ámbito de las convenciones morales. Imagino que seguiré viajando cada semana para ver a mis padres, a mi familia. Dedicaré a ello, recursos (tiempo, más que dinero) que no podré dedicar a otras cosas, como, por ejemplo, intentar tener una familia propia. Imagino que aun así habrá quien haga juicios morales acerca de que estoy siendo egoísta, y que, si me ocupara un poco más de ellos, ellos serían más felices. ¿Qué está bien y qué está mal? La vida que vives es el resultado de la interacción entre lo que tú haces con tu vida y lo que tu vida hace contigo. Por cosas de la vida, a mí me tocó ser el hijo de una madre con distimia (y de un padre con sus cosas, pero eso queda para otro día). La mayoría de las personas quieren ser buenos hijos. Los buenos hijos hacen felices a sus madres. Pero si tu madre tiene una enfermedad que la hace sentirse profundamente infeliz, no importa lo buen hijo que seas, nunca lograrás hacer feliz a tu madre. No sé si eso es moral o inmoral, pero, desde luego, a mí lo que no me parece es justo. Y lo que sí me parece de justicia es visibilizar las consecuencias sociales de la distimia: hay a quienes nos toca tener familiares a los que nunca haremos felices, y eso no es algo que hayamos elegido.

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