Historias de la vida, vidas de la historia

 

Historias de la vida, vidas de la historia

 

La fábrica de Palmcolor hace bastante..

Don Manuel Santana Moreno, mi abuelo, el padre de mi padre, nació, antes de que terminara el siglo XIX, en la verde villa de Moya, en el norte de Gran Canaria. Es curioso cómo llenamos nuestro cerebro de datos, fechas e historias que igual no tienen tanto que ver con nosotros y, sin embargo, nunca llegamos a conocer lo que en realidad acabó determinando que nuestra historia sea como es. Mi abuelo nació en 1895. Su padre, Francisco Santana (habría nacido hacia 1870), era un comerciante de Moya, que se había casado con Lola Moreno, también natural de Moya, con la que tuvo tres hijos: Juan, Tomasa y Lola. Juan llegó a canónigo de la Catedral de Canarias, donde ejerció de profesor de canto gregoriano. Como su primera mujer, Lola, falleció joven mi bisabuelo, Francisco Santana, se casó con María Moreno, la hermana de su difunta esposa, quien le dio cuatro hijos más, entre ellos Manuel Santana Moreno, mi abuelo. Como era habitual en aquella época, especialmente entre quienes no provenían de familias adineradas, estudió, lo que hoy sería el Bachillerato, en el seminario. Según mi tía Carmen, su hija mayor, aunque no siguió la carrera eclesiástica, sus años en el seminario le dejaron una honda impronta, siempre fue muy católico. Al terminar sus estudios de bachillerato estudió Magisterio en la Escuela de Magisterio de Las Palmas. Y al terminar sus estudios, con apenas 17-18 años, es decir, hacia 1913, ya estaba dando clases como maestro en un colegio privado, el Colegio San Agustín, que entonces estaba junto a la actual Biblioteca Insular, en la Plaza de las Ranas de Las Palmas de Gran Canaria. Allí dio clases a algunos de los hijos de las personas más importantes de la época, como, por ejemplo, Matías Vega Guerra. De ahí que, como cuenta mi tía Carmen, cuando mi abuelo paseaba por Triana, la gente importante al cruzarse con él se quitaba el sombrero (la forma habitual de saludar por entonces). Tras estar unos años de maestro, entre 1913 y 1920, en el Colegio San Agustín (privado), en Las Palmas de Gran Canaria se presentó a las oposiciones. Y desde el 28 de septiembre de 1920 estuvo regentado la escuela del Zumacal, en el municipio de Valleseco, a la que acudía, según siempre le escuché contar a mi padre y mis tías, a caballo.  Y de ahí, 10 años después, en 1930, volvió a Las Palmas, al grupo escolar,  "el grupo". A principios del siglo XXI, la Sociedad de Fomento del Turismo, con el impulso de Carlos Navarro Ruiz, ante el elevadísimo nivel de analfabetismo que había por entonces en la ciudad de Las Palmas (según el censo de 1931, el 53% de la población era analfabeta), se plantea construir un grupo escolar modelo, que se termina de construir en 1927, y que pasó al ayuntamiento en 1929, con el nombre de Grupo Escolar Carlos Navarro Ruiz (el mismo que mantiene hasta la actualidad, ahora en ruinas). Según orden del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, Dirección General de Primera Enseñanza, publicada en la Gaceta de Madrid, el 6 de agosto de 1930, en la página 880, con el número de escalafón 8.339, consta que a mi abuelo, Manuel Santana Moreno, se le concedió el traslado a San José, sección graduada, es decir, al Grupo Escolar Carlos Navarro Ruiz.


El verde norte de GC de donde venía el padre de mi padre

Antonia del Carmen Ojeda Navarro, mi abuela, la madre de mi padre, había nacido en 1907, en San Bartolomé de Tirajana (Gran Canaria). Según cuenta mi tía Carmen en su pueblo, Tunte, tenía fama de niña bonita, y enseñó a leer a muchas personas. A mi abuelo, como ya era un solterón, lo llevó un amigo a una fiesta en Tunte. Según cuenta mi tía Carmen, mi abuela, aunque ya era también mayor para lo que era habitual casarse en aquella época, era muy guapa, por lo que mi abuelo la conoció, se enamoró y se casaron. Y se fueron a vivir a Las Palmas, al grupo. Mi padre fue el tercer hijo, pero el primer varón, del matrimonio formado por doña Carmen Ojeda Navarro y don Manuel Santana Moreno. Se debieron haber casado hacia 1936 o 1937, es decir, ya bastante mayores: mi abuela ya cerca de los 30, mi abuelo quizá ya habría cumplido los 40. Por entonces ya había empezado la Guerra Civil, el alzamiento nacional, justamente en Las Palmas de Gran Canaria, el 18 de julio de 1936. La represión se cebó especialmente con el cuerpo de maestros, entre el que había muchos “rojos”: el maestro de Moya, pueblo del que era mi abuelo, murió fusilado. Franco automáticamente cesó a todos los maestros, que sólo fueron reincorporados a su puesto después de jurar adhesión a los principios del Movimiento Nacional. Así que mi abuelo lo hizo, no sé si con mucha o poca convicción, y siguió siendo maestro y trabajando, como antes, en el Grupo Escolar San José, donde también vivía (en aquella época, los maestros vivían en las casas que les daba el estado). En ese grupo escolar había dos maestros, mi abuelo, don Manuel Santana Moreno, y don Baltasar Espinosa Perdomo. Don Baltasar había sido una cierta figura intelectual en Gáldar, participaba en sesiones teatrales en el Casino de Gáldar, también con su primera mujer, Juana Lorenzo Domínguez, maestra de un colegio femenino. Luego se fue al grupo, y allí criaron a sus hijos: de los dos primeros no sé el nombre. El tercero fue Pedro Espinosa Lorenzo, nacido en 1934, que llegó a convertirse en un pianista famoso. El cuarto, Baltasar Espinosa Lorenzo, fue un poeta también famoso, que vivió en Madrid, y el quinto fue Marcial (Espinosa Lorenzo), de quien oía hablar a mis tíos.


El árido sur de GC de donde venía la madre de mi padre

Mi padre nació en octubre de 1940, el mismo día, tres años después, que su hermana la mayor, mi tía Carmen, siendo el primer hijo varón (por medio había nacido Teresa). Mi abuelo, su padre, pasaba ya de los 40 años, y su madre de los 30. Es curioso, porque también por parte de madre, mi madre nació cuando mi abuela tenía ya más de 30 años; y mi madre me tuvo a mí con 35. Así que, en una época en que la gente tenía los hijos muy jóvenes, yo soy el heredero de una larga tradición de hijos tardíos. De ahí que yo, que viviré el segundo cuarto del siglo XXI, pueda empezar este relato diciendo que mi abuelo nació antes de que terminara no el siglo pasado (el XX), sino el anterior (el XIX). Después de mi padre mi abuela tuvo tres hijos más, los tres varones: Paco, Pepe y Antonio. En aquella época, ya se sabe, “hijos los que Dios quiera”, sé que tuvo un aborto, o un hijo que murió al poco de nacer, así que desde que se casaron hasta que pudieron mis abuelos, prácticamente, se dedicaron a tener hijos. Cuando mi padre nació, a finales de 1940, parecía que la Alemania Nazi estaba ganando la guerra. Tan sólo año y medio antes Franco había ganado la Guerra Civil Española. No hace mucho vi una serie, Operación Barrio Inglés, que ayuda a entender el clima que seguramente se debía vivir entonces. Las Palmas era una pequeña ciudad española en medio del Atlántico, en la que hasta hacía bien poco la colonia británica jugaba un papel clave: al fin y al cabo, habían sido ellos los constructores del Puerto de la Luz, los que habían traído la electricidad, los plátanos y tantas otras cosas: las obras del puerto empezaron bajo la pancarta "God bless our work". El 18 de julio de 1936, mientras asistía a un funeral, fue en Las Palmas donde Francisco Franco dio el golpe de Estado que acabaría en la Guerra Civil, la liquidación de la república y la consolidación del franquismo. Y justo en esa misma ciudad, tres años antes que mi abuelo, en 1892, nació Juan Negrín López, quien fue el último presidente de Gobierno de la II República. Aunque Negrín, tras estudiar el bachillerato en Las Palmas, marchó a estudiar medicina a Alemania. El mundo parecía estar cambiando en una dirección que, al final no fue la que tomó. En ese entorno, en 1940, lo que parecía traer el futuro era una amalgama de ideas conservadoras y tradicionalistas, por un lado, y de ideas fascistas de la falange. Y, para acabar de hacerse una composición de lugar, pensemos que todo ello se daba en un entorno, el escolar, en el que las ideas meritocráticas, la distinción entre “gente con talento” y “gente sin clase”, estaba claramente presente.

El grupo, hoy

Mi padre fue el hombrecito de la casa. De hecho, yo no sé cuándo me vine a enterar de que en realidad mis dos tías eran mayores que mi padre, porque lo que escuchaba siempre era “Juanito, el mayor”. Juanito, el primogénito. Luego vinieron tres hijos más. Y antes habían venido dos hijas. Pero el primogénito era, seguramente, la esperanza de proyección en el futuro de un padre, nacido en el siglo XIX, maestro de la escuela franquista, que creía en el talento. Y de una madre, como era normal en las nacidas a principios del XX, que pensaba que lo mejor para sus hijos era prosperar de acuerdo a lo que todo el mundo decía que era prosperar. En la casa de mi padre, cuando era pequeño, si no pasaban hambre mucho no les faltaba: en aquella época se decía “pasa más hambre que un maestro de escuela”, y mi abuelo era maestro de escuela y tenía seis hijos. Mi tía cuenta la historia de que su padre, de chico, quejándose de cómo estaban las cosas decía en la mesa “al Gobernador Civil le voy yo a invitar a comer a mi casa” y entonces, un día en que fueron a Vegueta, y se cruzaron con un Guardia Civil, mi padre le dijo “Oiga, oiga, venga, que mi padre le quiere invitar a comer en mi casa”. Eso sí, aunque él no tenía formación, ni tocaba ningún instrumento, mi abuelo hizo que todos sus hijos aprendieran a tocar un instrumento: las hijas mayores, el cello, y los hijos el violín, tenían una pequeña orquesta de cámara familiar. Supongo que, a su manera, intentó crear un oasis de cultura en un entorno duro marcado por la postguerra.


Casa de Colón, inaugurada siendo niño mi padre 

Los primeros estudios de mi padre fueron con su padre, en el Grupo, hasta que pasó al Instituto, el único que había entonces en Las Palmas, en la calle Canalejas. En Educación regía todavía, en líneas generales, la Ley Moyano, de 1857, que establecía una educación primeria hasta los 9 años, luego se hacía bachillerato elemental, de los 10 y después el bachillerato superior, que se terminaba, más o menos como ahora, en el año en que cumplía los 18. O sea, que fue en 1950 cuando mi padre salió de “El Grupo” y comenzó a estudiar en el Instituto, y en 1958, cuando tras hacer la reválida en La Laguna (entonces había que hacerla) mi padre empezó sus estudios superiores. De las cosas que recuerdo que contaba mi padre, y eso que no contaba mucho, es que él siempre decía que hubiera querido estudiar para Médico, pero como en Las Palmas no se podía estudiar, y su padre no le podía pagar una carrera fuera, se había tenido que conformar con lo poco que se podía estudiar entonces en aquella apartada ciudad que hacía poco más veinte años que era capital de provincia. Mi padre estudió Perito Químico que, más o menos, vendría a ser algo así como lo que hoy en día sería una Ingeniería Industrial Química: en 1901 se había creado en Las Palmas las Escuelas Superiores de Industria. En la época en que estudió mi padre (cursos 58/59 al 62/63) se llamaba “Escuela de Peritos Industriales[1]”. Y, justo cuando mi padre terminó la carrera, en 1963, falleció su padre. Siempre recuerdo decir a mi padre que su padre había fallecido siendo joven: en realidad tenía 68 años. Y, en las fotos que recuerdo ver en casa de mi abuela, tenía un cigarro en la mano, así que, para la época, y lo que había vivido, tampoco vivió tan poco.


Catedral de Canarias

Por lo que yo recuerdo que me contaron, mi padre había hecho su proyecto de fin de carrera en algo relacionado con los jabones. Y, por medio de un conocido, Paco Rodríguez, de Moya, le dijeron que fuera a hacer una entrevista para la fábrica que Industrias de La Pintura tenía entonces en Guanarteme, dónde hoy se levanta el Auditorio Alfredo Kraus. Mi padre tenía dudas, decía que él sabía de jabones, no de pinturas, pero el hecho es que allá fue. La fábrica, “Industrias de la Pintura, S.L”, había sido fundada por cuatro socios, todos ellos de Tenerife: Jorge Garabote, Manuel Abreu, Riquelme y Adán Bello. Garabote y Abreu tenían negocios de suministros marítimos, y como planeaban fabricar pinturas para barcos decidieron montar su fábrica en Gran Canaria, y no en Tenerife, porque veían más futuro al Puerto de la Luz que al de Santa Cruz. Mucho antes, y muy lejos, en Malmo, Suecia, a principios del siglo XX, Ole Nörstrom y Jan Soëjren habían fundado una fábrica de pinturas que, uniendo sus dos apellidos, habían bautizado con el nombre de “Nordsjo”. A principios de la década de 1960 Ole Nörstrom visitó Gran Canaria, y a través de Andrés Bello, uno de los socios, conoció la empresa “Industrias de la Pintura, S.L”, por lo que decidieron comprar el 50% de las acciones de la misma, que a partir de 1962 pasó a denominarse “Industrias de la Pintura- Nordsjo”, lo que venía a ser un poco como la versión “canaria” de una fábrica sueca, pues aquí trabajaban con todas las tecnologías que entonces eran punteras en Suecia. Y allí empezó mi padre a trabajar, si no me equivoco, a finales de 1963, con 23 años recién cumplidos.  Las cosas empezaron a irle bien, y hacia 1965 se compró su primer coche, un MG. Mientras, siguió, como el resto de los hermanos, relacionado con la música. 

 

Entonces existía la Orquesta Sinfónica de Las Palmas, que no era del todo profesional, de manera que mi padre (y sus hermanas y hermanos) compaginaban sus trabajos con ensayar y tocar en esa orquesta, que entre 1964 y 1978 fue dirigida por un catalán que había salido huyendo, Marçal Gols. Antes, mientras estudiaba, habían estado en la orquesta, prinero la orquesta chica, del maestro Gabriel Rodó, que había nacido en 1904 en Barcelona. En 1951, cuando mi padre tenía 11 años, el maestro Rodó fue invitado a dirigir la orquesta Filarmónica de Las Palmas, y su esposa, Lupe Sellés, violoncelista, le acompañó commo solilsta de la orquesta. El maestro Rodó dirigió el Conservatorio de la Sociedad Filarmónica de Gran Canaria, y allí estrenó, en 1961, su segunda sinfonía. Pero el hecho es que el maestro Rodó había sido director de la Banda de Música de la Brigada Republicana Líster, por lo que no era muy bien visto por el régimen. Y la sociedad filarmónica decidió sustituirle por Enrique García Asensio, mucho más joven (era nacido en 1937, el mismo año que mi tía Carmen), quien entre 1962 y 1964 fue director del Conservatorio y Titular de la Orquesta de la Sociedad Filarmónica de Gran Canaria. El maestro Rodó, que había sido destituido de sus cargos por presiones políticas, se exilió junto a su esposa a Bogotá, donde fueron contratados por la Orquesta Nacional, y allí falleció, en octubre de 1963. Según cuenta mi tía, cuando mi abuelo se enteró, un mes después, el 19 de noviembre de 1963, le dio un infarto y falleció. Yo tengo recuerdos vagos de que, siendo yo muy pequeño, mi padre iba a la orquesta, luego, a partir de 1980, la orquesta se “profesionalizó”, y bajo el patrocinio del Cabildo de convirtió en “Orquesta Filarmónica de Gran Canaria” y ya mi padre dejó de participar, aunque siempre fue socio de la Sociedad Filarmónica y nunca se perdía un concierto. 

Las Canteras, y al fondo Tenerife

Por medio de la pandilla, ya que mi madre coincidía con mis tías, mi padre conoció a mi madre. Y, el 21 de junio de 1968, se casaron. Y fue entonces cuando mi padre se fue de casa, que antes la gente se iba de casa de los padres para estudiar fuera, cosa que mi padre no pudo, o para casarse. Primero estuvieron viviendo en un piso de alquiler en Zárate, donde residían cuando en noviembre de 1969 nació mi hermana Isabel, la “grand daughter”. Como los padres de mi madre, y también su tía Yaya, vivían en Escaleritas, cerca del Parque Hermanos Millares, se fueron de allí a otro piso, también de alquiler, en la Urbanización San Rafael, justo al lado de la fábrica de chocolates y café Tirma, donde “nacimos” mi hermana Cristina y yo. Y luego, creo que también con ayuda de abuelo Ángel (el padre de mi madre), la tía Yaya compró un piso en la Calle Carvajal, y mi padre compró el de al lado. Yo no tenía ni dos años, y ahí viví casi toda mi vida, hasta que ya, estando yo estudiando en Barcelona, mis padres compraron el piso de Vegueta. A mi padre le fue muy bien en Industrias de la Pintura. El sueco se empeñó en que, si había un perito químico en la fábrica de Las Palmas, tenía que ir a visitar la fábrica de Suecia, y ahí que fueron mis padres, en un viaje, cuando entrábamos en la modernidad, con escala en París, Bruselas y Copenhague que siempre contaron como una aventura. Creo que luego el sueco le dejó la fábrica a una hija, que estaba casada con un alemán de Hamburgo, Gerhard Palm, de ahí que la fábrica pasara a llamarse “Palmcolor”. Y, cuando el sueco, no sé si es que falleció o que decidió desentenderse, entendió que ya era la hora, en la tradición sueca decidió dejar la fábrica a los empleados. Y mi padre se convirtió en accionista de la empresa.

 

Gáldar, de donde venía la familia Espinosa

La fábrica, Palmcolor, fue buena parte de la vida de mi padre. Según consta en la base de datos SABI, Industrias de la Pintura, S.L, fue una empresa activa durante casi sesenta años, entre el 14/03/1952 y el 01/03/2013, en que fue absorbida por Pinturas CIN. El gran crecimiento de la construcción que implicó el desarrollo turístico en Canarias fue un buen entorno para el crecimiento de la empresa. En 1978 dejaron las instalaciones originales en Guanarteme y se mudaron a una amplia nave en Cruce de Melenara, Telde. Y, cuando los suecos se fueron, la empresa quedó en manos de los accionistas canarios: por un lado, Juan Arencibia, por otro, Adán Bello, creo que había un tercero que era Abreu y el cuarto era mi padre. Antes había habido una escisión: en 1987-88, Félix, que hasta entonces había trabajado en Palmcolor, se fue y fundó Palcanarias, empresa que sigue funcionando. La empresa fue bien, y durante un tiempo tuvieron una especie de sucursal en Agadir (Marruecos). La fábrica permitía vivir muy bien y cuidar de la familia. Mi padre, que, de chico, en el patio del Grupo Escolar jugaba con los hermanos a que conducía un Mercedes, se compró su primer Mercedes en 1972, y otro 11 años después, en 1983. En 1985 se compró la casa de Maspalomas. La familia vivía bien, hacíamos grandes viajes en verano y a los hijos no les faltaba de nada. Antes de cumplir los 50 años mi padre tenía a su hija mayor en Barcelona, probando a estudiar Ballet (y estudiando Turismo), a su hija mediana estudiando en Madrid el COU, con la idea de hacer después Turismo. Cuando luego descartó esa idea, y en 1990 se quedó a estudiar la licenciatura en Ciencias Empresariales en la recién estrenada ULPGC, le compró un coche (un Volkwagen Polo). Y a mí, que era el hijo pequeño, el varón, me llevaba a las carreras de ciclismo, mientras yo terminaba mi BUP y COU y pensaba hacer Arquitectura (cuando luego lo dejé y decidí cambiarme no fue mucho de su agrado, pero bueno). Porque si buena parte de la vida de mi padre fue el trabajo, el resto lo fue la familia, y algo quedó para la única afición que tuvo y mantuvo a lo largo de toda su vida, la música clásica, los conciertos. Es verdad que, por ejemplo, si era muy futbolero, pero, a diferencia de su hermano Paco no solía ir al Estadio, aunque recuerdo que alguna vez de chico me llevó. No era mi padre muy de hobbies.


Luego, cerca de los sesenta años, las cosas cambiaron. Yo siempre decía que tenía la sensación de que era como si a mi padre se le hubiera ido la cabeza. Con el tiempo he entendido que sí, que seguramente, lo que pasó es que se le había ido la cabeza. Pero ahora voy a contar las cosas en orden cronológico. Todo empezó, sería 2001, con que mi madre decía que mi padre tenía una querida. Como mi padre siempre ha sufrido depresiones repetidas (distimia), y ha sido un poco maniática, al principio ni mis hermanas ni yo le hicimos caso. Pero luego, viendo las cuentas, la cosa saltó. Un divorcio complicado, y épocas complicadas, épocas de no hablarse con los hijos de las que ahora prefiero no hablar. Y ahora hago un fast forward hasta octubre de 2021. Mi padre, que oficialmente vivía en la casa de Maspalomas, la tenía abandonada, y vivía en casa de mi tía. Nunca tenía dinero para nada, estaba siempre ocupado, liado, no entendíamos lo que le podía pasar. Y cuando voy a ver a mi tía, en una de estas me dice algo así como “es que es como mi padre, que él era bueno, lo que pasa es que tenía esa cosa, que luego fue a ver al doctor O’Shanahan y se lo curó”. Rafael O’Shanahan fue un pionero de la psiquiatría canaria (la plaza que está delante de la sede de la Presidencia del Gobierno de Canarias lleva su nombre). Recuerdo haber llamado a mis hermanas y decirles: hermanas, “tenemos un problema”. Le operaron de próstata, entre noviembre y diciembre aquello fue una locura hasta que tuvimos el diagnóstico del neurólogo: Alzheimer, en fase bastante avanzada. Luego, en la peregrinación de médicos que llevo en los últimos años (desde hace menos mi madre tiene también demencia, vascular, en su caso), en alguno de los diagnósticos apareció claro lo que yo siempre había pensado: Alzheimer, con trastorno de base no filiado. Vamos, que mi padre, en algún momento, perdió la cabeza. Claro que, por cómo eran las cosas antes, y por cómo eran los cabezas de familia de antes, era muy difícil hacer o enterarse de nada. Una de las últimas cosas que hizo, en noviembre de 2020, fue pedir un préstamo, con la casa como hipoteca, para invertir 50.000 euros en cripto monedas (dinero que obviamente se esfumó).


Hace un par de días que no voy a ver a mi padre. He ido a ver y pasear a mi madre, claro que tampoco es que esté muchísimo mejor, pero bueno. Ya no me atrevo a salir con mi padre. A veces, cuando voy a verlo a la residencia, le digo de ir al parque, el parque Doramas, que está cerca, pero ya apenas quiere. Así que me siento allí con él, y le pongo música clásica. Dicen que ya no existen los manicomios, pero muchas residencias de ancianos, que están llenas de viejitos con demencia, son como manicomios. El otro día estaba allí Julián quejándose de que en la reunión de la Comunidad uno había querido agredirle. Luego está Expedita, que siempre me saluda, o Nico, que el pobre, parece un niño grande. Está Paquita, que es la que está mejor. Y luego hay muchos que apenas están ya. Me pongo allí con mi padre. Ya apenas es capaz de decir una frase que le entiendas. Hubo un tiempo, al principio de estar en la residencia, en que yo iba a buscarlo con el coche, y lo llevaba, a veces también con mi tía y Merly, la hondureña que cuida a mi tía, y los llevaba a merendar, alguna vez incluso a comer. Le ponía música clásica, y mi padre decía que era fantástico, que el coche era fantástico, todo era fantástico. Ahora mi padre se sienta y me recuerda a mí cuando era un niño. Si le presto mi jersey se pone a hacer “inventos”, como yo de chico, enlazando las mangas, o cosas por el estilo. A veces está ido, pero a veces, con alguna melodía que le resulta familiar, vuelve. El otro día me cogió la mano, y se quedó allí un rato, agarrándome la mano, y escuchando la música. El Alzheimer es una enfermedad que le roba a las personas su personalidad. Sin memoria, sin recuerdos, ¿Quién eres? Desde que soy chico me gusta la historia. Siempre he tenido buena memoria. Mis hermanas, mi madre aún a veces, me dice, ¿Cómo te acuerdas de eso? Y yo digo: porque me acuerdo. Mi madre, que ya volveré otro día, en sus últimas fases de estar más o menos bien se había acostumbrado a que yo le hiciera muchas cosas: por ejemplo, en vez de coger el mando a distancia de la tele y cambiar de canal, me decía “Manolo, ponme Saber y Ganar”. Yo me reía y le decía que ella lo que tiene es un hijo con mando a distancia, y a mi hermana le hizo mucha gracia la expresión. Así que ahora le digo que no importa que no se acuerde ya de las cosas, que ya me acuerdo yo por ella. Y ya, a mi padre, ni siquiera se lo puedo decir. Le cojo la mano y escuchamos música. Creo que fue leyendo a Taleb que leí algo así como que los seres humanos estamos poco menos que “genéticamente programados” para reproducir la información que contienen nuestros genes. La mayoría de la gente eso lo hace teniendo hijos. Aquí estoy yo para transmitir la información que me transmitió mi padre. Y no, yo no he tenido hijos, pero como escribo, y he escrito mucho, imagino que, entre los libros, artículos académicos, artículos de periódico, entradas de blog y demás, alguna de esta información pasará. Al fin y al cabo, yo me siento con mi padre a escuchar música que fue compuesta hace cientos de años, por gente muy lejana. 


El colegio al que iba de pequeño

Estoy de vacaciones y a mí una de las cosas que me distrae es ponerme a escuchar podcasts intelectuales en la BBC, cambiar de idioma es una manera de desconectar de la realidad inmediata. Últimamente estoy más anglófilo que nunca. Al fin y al cabo, pienso, no es más que hacer honor a mis raíces: por todo lo que recuerdo de las historias que siempre me han contado mis antepasados, en mi ciudad siempre se ha pensado que todo lo bueno ha venido siempre de fuera, mi abuela, la madre de mi madre, para alabar la tienda de su padre decía que, "todo venía de Londres". El otro día escuchaba una serie que sacó este verano Rory Stewart, sobre The Long Story of Ignorance. Tras haber quedado encantado con el capítulo sobre la relación entre ciencia y política (se lo daría a quienes, por ejemplo, quisieron que les diera un curso a los técnicos de la consejería de turismo este verano) volvía conduciendo del sur el otro día mientras escuchaba el último capítulo: wisdom (sabiduría). Ahí, el autor decía que tenemos que repensar la obsesión que tenemos con el conocimiento: por ejemplo, él tiene una hermana que tiene síndrome de Down. Las personas que tienen ese síndrome posiblemente no van a ganar el premio Nobel, ni a convertirse en multimillonarios, pero, en candor, en calidez y en otras cosas pueden alcanzar la excelencia de la vida humana. Llegué a casa, y al buscar información sobre Rory Stewart vi que nacimos en el mismo año. Mi padre siempre fue una persona muy competitiva, y ello, en cierta manera, hizo que cuando viera el CV de Rory Stewart me sintiera, por comparación, muy poca cosa. Luego me paré y pensé que eso, seguramente, tiene que ver con las locuras de mi padre: vale que, en comparación con él, yo he hecho poco con mi vida. Vale que mi padre siempre intentó darme todo lo mejor para que yo pudiera hacer todo lo mejor. Pero, por más que (quizá su locura tiene que ver con eso) mi padre alguna vez creyera haber llegado muy alto, no deja de ser el hijo de un maestro de escuela de una pequeña ciudad del atlántico medio. Mientras que Rory es el hijo de un diplomático británico, que perteneció al MI6. 

Las sucesivas ampliaciones del Puerto

Ni ayer ni hoy he ido a ver a mi padre. Ayer fui a ver a mi madre, me la llevé a un parque, me puse a hacer estiramientos y luego a leer el periódico, ella ya apenas hace nada, me acompaña. Hoy la llevé a dar un paseo con el coche. Si me fuera a comparar en méritos con Rory, él, que estudió en Eton y Oxford y ha hecho carrera en Harvard, además de haber sido ministro, escrito no sé cuántas libros y hecho no sé cuántas cosas más, me ganaría por goleada. Pero me acuerdo de su hermana pequeña que tiene Down. Yo no he ido a ver a mi padre porque necesitaba escribir, y digerir todo esto. No, como tanta gente, yo no podré ganar un premio Nobel, ni convertirme en multimillonario, ni hacer podcasts tan fantásticos como los de Rory, ni ganar una medalla olímpica, ni siquiera, aunque ya lo he hecho cuatro veces, sé si podré volver a correr una maratón por debajo de tres horas. No, ni tampoco tendré hijos, ni, ya con 50, no es que ya no vaya a tener la “mujer de mi vida”, sino ni siquiera de la mitad de mi vida. Pero como la hermana de Rory, al final, todos podemos ser excelentes en candor y calidez. Como aprendí hace mucho corriendo maratones, la vida, en realidad, es más sencilla de lo complicada que nos la hacemos: se trata de hacer lo que puedes mientras puedes, porque luego ya no podrás. Así que yo, mientras pueda, puedo agarrarle la mano a mi padre, ponerle música. Sacar a mi madre de paseo, llenarla de besos y sacarle una sonrisa. Hacer lo que puedes mientras puedes. Porque luego ya no podrás. Como me han dicho ya varias veces, una de las cosas que yo puedo hacer es escribir y contar historias que resuenen con las historias de otras personas. Ojalá que ésta resuene con la historia de alguien y haga que, al menos durante el tiempo que lea esto, recuerde que la vida es bonita y merece la pena ser vivida. Historias de la vida, vidas de la historia.




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