Para qué venimos al mundo

 

Para qué venimos al mundo

Manuel Ángel Santana Turégano, octubre de 2021

 


El otro día leí una frase que me hizo pensar: “no has venido al mundo a satisfacer las expectativas ni las necesidades de nadie”. Aunque hoy parece que está de moda decir que “hemos venido a este mundo para ser felices”, si a menudo nos cuesta responder a la pregunta de por qué venimos al mundo es, o bien porque hemos olvidado cómo se hacen los niños, o bien porque estamos tan centrados en nosotros mismos que nos cuesta meternos en la piel de los demás. La próxima vez que en tu entorno cercano nazca una criatura te invito a que prestes atención a la cara de su madre, de su padre, de los abuelos, y te preguntes si ése bebé ha venido al mundo para ser feliz o para hacer felices (o infelices) a aquellas personas a cuya vida llega. Obviamente, la respuesta variará según los casos: la última película de Almodóvar, Madres Paralelas, nos recuerda algo que, hasta el otro día, era bastante habitual: a menudo, cuando no era planeado, el nacimiento de una criatura era vivido por sus padres, especialmente por su madre como un acontecimiento que traía infelicidad. ¿Quién no recuerda lo de las bodas de penalti? “Este hijo mío, que tenía por delante una carrera tan prometedora, y se ha metido por medio esta pelandrusca, se ha quedado embarazada y ahora va a tirarlo todo por la borda”, es lo que a veces piensan los padres de él. En otros casos hay abuelas que, quizá porque habrían deseado tener una vida más “liberada” de la que han tenido sienten que sus hijas se están encadenando al tener una criatura. Hay casos en los que el nacimiento de una criatura es un acontecimiento inesperado, parejas que ya habían tenido uno o dos hijos, los que querían tener, que se llevan tan sólo uno o dos años, y que de repente se encuentran que, de manera inesperada, 10 o 12 años después, les viene al mundo otra criatura, para la que quizá no tienen expectativas. 

 


 

Pero lo cierto es que, incluso en aquellos en que el nacimiento de una criatura no ha sido planificado, a lo largo del embarazo se van creando expectativas sobre nosotros, de manera que en la mayoría de los casos, venimos al mundo para hacer felices a quienes nos han encargado. Conozco a más de una mujer que se derrite con su hijo (o hija), pues estuvo durante bastantes años intentando quedarse embarazada, quizá tuvo que ponerse en tratamiento, y tras varios intentos infructuosos el nacimiento de una hija, o de una hija, es el acontecimiento que les hace felices, que da sentido a su vida. Por fin han logrado lo que siempre quisieron: ser madres. ¿Y qué decir de los padres? Hay que ver qué fácilmente hemos olvidado la sabiduría de los antiguos, destilada en los cuentos y en los libros sagrados. Desde el Abraham de la Biblia a los reyes de los cuentos de príncipes y princesas, los hombres se suelen sentir muy felices cuando les nace un hijo (generalmente varón) porque así tienen un heredero, que continuará su estirpe. No olvidemos que, hasta lo que históricamente es antes de ayer, el que los hijos (en general, toda la gente importante) tuvieran hijos era un asunto de estado. ¿Cuántas guerras ha habido en el mundo porque un rey era incapaz de concebir un hijo?

 


 

Así que, por más que la frase de que no has venido al mundo para satisfacer las expectativas de nadie quede bonita en una taza o en un post en las redes sociales, lo que sucede es justamente lo contrario: venimos al mundo justamente para satisfacer las expectativas de alguien. Las de quién, y en qué consisten esas expectativas es algo que varía para cada quien, pero lo cierto es que venimos al mundo a satisfacer las expectativas de alguien. Es como si le dijéramos al repartidor de Glovo que nos trae la comida a la puerta que no ha venido a nuestra casa para satisfacer las necesidades de nadie. Claro que hay quien ha pedido comida vegetariana y quien ha pedido hamburguesa de fast food. Claro que quizá no fuimos nosotros quienes encargamos comida a través de una app, sino nuestro hijo adolescente o nuestro compañero de piso con quien apenas nos hablamos. Pero, de la misma manera que el repartido viene a satisfacer las necesidades de alguien, por supuesto que nosotros hemos venido al mundo a satisfacer las expectativas de otras personas. 

 


Cómo las expectativas de los padres pueden influir en el logro educativo de los hijos es un tema que desde hace ya bastante ha tratado la Sociología de la Educación. De hecho, se ha planteado que las familias de clase baja, media y alta no educan (no tiene a sus hijos) para lo mismo. Por recorrer la pirámide social desde abajo hacia arriba recordemos que el término “proletario”, en su acepción original hacía referencia a aquellas clases sociales cuya única fuente de riqueza era la prole, los hijos. Aunque desde nuestra mentalidad moderna nos pueda parecer aberrante, lo cierto es que durante mucho tiempo la gente “fabricaba” hijos para tener más manos que trabajaran en el campo. A medida que ascendemos en la escala social las estrategias reproductivas de las familias se van complejizando. En el siglo XVIII las familias relativamente acomodadas en muchos países tenían un primogénito varón para que se convirtiera en heredero, y conservara o aumentara la herencia familiar. A menudo un segundo hijo se convertía en algo así como lo que hoy denominaríamos una wild card: se invertía algo de esfuerzo y dinero en él, para que se convirtiera en cura, militar o funcionario al servicio del Estado, y en algunos casos esa inversión resultaba muy provechosa, pues se acababa convirtiendo, por ejemplo, en un general, literato o profesional famoso que daba lustre al apellido familiar. A medida que las mejoras sanitarias fueron permitiendo que más hijos llegaran a la edad adulta, a muchos de los terceros, cuartos o sucesivos hijos varones no les quedaba otra alternativa que la emigración. Lo que explica que a medida que la revolución higiénica mejoraba las tasas de mortalidad infantil oleadas de inmigrantes salieran en los siglos XIX desde Europa hacia América, Australia o Sudáfrica. 

 


 

¿Y qué decir de las estrategias familiares respecto a las mujeres? Hasta hace bien poco las familias solían invertir menos en la educación de las hijas que en la de los hijos porque pensaban que en términos de inversión era menosrentable. En la época de los cuentos de príncipes y princesas tener una hija guapa era bueno para poder casarla bien y, mediante las alianzas matrimoniales, hacer geopolítica. Por eso, lo importante era que la princesa estuviera “bien educadita”, no tanto que estuviera bien formada y capacitada para desempeñar una ocupación. Eso, claro está, siempre y cuando la familia tuviera los suficientes recursos para darle una buena dote y poder bien casarla. A medida que fueron avanzando los siglos XIX y XX, y vista la imposibilidad de bien casar a todas sus hijas, las familias burguesas empezaron a contemplar cómo posibilidad que éstas se formaran para desempeñar ocupaciones que se consideraban apropiadas para una “buena mujer” (maestra o enfermera, por ejemplo), y así no acabara convertida en una “mala mujer”. Que, en el caso de algunas familias pobres, era la única opción que les quedaba a algunas. Por último, pero no por ello más importante, hasta antes de ayer, cuando los padres ya habían tenido un heredero varón que diera lustre a la estirpe, dos o tres segundones que hicieron las américas y un par de hijas a las que usar como peones en las alianzas matrimoniales, tenían una hija pequeña de la que no se esperaba que se casara, sino que se quedara a cuidar a sus progenitores en la vejez, y al resto de miembros de la comunidad familiar de los que fuera necesario ocuparse: siempre ha habido tías solteronas que han asumido buena parte de la crianza de sus sobrinos, liberando así a sus hermanos (o hermanas) para que pudieran proyectarse más profesionalmente. 

 

 

Si alguien tiene la tentación de pensar que todo esto son cosas del pasado, y que los hijos ya no vienen al mundo a satisfacer las expectativas de sus padres le animo a que vaya un domingo por la mañana a un partido de fútbol infantil. Claro que también puede ser de baloncesto, de tenis, o los ensayos de una banda o agrupación musical. ¿Cuántos padres (y abuelos) que son futbolistas (o tenistas, o ciclistas, o músicos) frustrados se empeñan en que sus hijos (o hijas) se conviertan en lo que ellos quisieron ser, y les importa relativamente poco lo que las criaturas quieran? En su libro “Las virtudes del fracaso” Charles Pepin relata el caso de dos campeones de tenis, André Agassi y Rafa Nadal. El segundo de los casos se nos tiende a presentar como un caso bonito: Nadal ha llegado a donde ha llegado además de por su talento innato, por el apoyo de su tío. El de Agassi suele presentarse como el caso feo: como producto de las expectativas de su padre, fue criado para convertirse en un campeón de tenis. Aunque es evidente que sin talento no hubiera llegado donde llegó, tal y como se cuenta la historia el hecho es que fue “a su pesar” que llegó allí: Agassi no amaba el tenis. El caso de Agassi nos recuerda cómo a menudo tiende a presentarse como “amor” lo que no es más que “amor propio”. Muchos padres, tíos y abuelos (o madres, tías y abuelas) dicen que están dispuestos a hacer todo tipo de sacrificios, “por el potencial que tiene la criatura”, y a menudo dicen “para que no pasen por lo que tuve que pasar yo” cuando en realidad lo que quieren es, a través de su descendencia, cumplir sus sueños. Un ego que tiene ambiciones desmedidas, hinchado y/o herido, que nunca tuvo el reconocimiento que creía que debía haber tenido, y que quiere obtener a través de su descendencia. 

 


 

En su libro Selfie Will Stor nos cuenta cómo, a partir de la década de 1980, impulsada por la obra de gente como Vasconcellos, se extendió por la idea de que dotar a todo el mundo de una elevada autoestima es lo mejor que se podía hacer por la sociedad, y para eso se falsearon datos de un supuesto informe de la Universidad de California, que se decía que había hecho un estudio que corroboraba esa idea cuando no era así. Seguramente gente como Stalin o Hitler era gente con mucha autoestima, gente que sería mucho a sí mismo. En los últimos 40 años a lo que hemos asistido es al surgimiento de una legión de dictatorcillos (y dictatorcillas) que, con una autoestima tan elevada que están convencidos(as) de que habrían sido grandes actrices, futbolistas, ciclistas o músicos(as) si no hubiera sido porque una conjura de necios se conspiró contra ellos, han intentado dirigir la vida de sus descendientes para que cumplan los sueños que ellos (o ellas) no alcanzaron. ¿Quién ha dicho que no hemos venido al mundo a satisfacer las expectativas de nadie?  


 

En definitiva, por más que nos digan lo contrario, somos algo así como un pedido de comida a domicilio: venimos al mundo a satisfacer las expectativas de quienes nos han encargado. Y eso es la fuente de una gran desigualdad, y de un enorme sufrimiento. Recuerdo haber leído, cuando yo tendría unos 12 años y Bernard Hinault era el último gran campeón ciclista que había habido hasta entonces, que su mujer decía que era un hombre obsesionado con ser un campeón. El mejor ciclista de todos los tiempos, Eddy Merck, tiene un hijo que también ha sido ciclista profesional, aunque a años luz de su padre. Ahora, ¿qué expectativas habrá tenido Eddy Merck sobre hijo? A saber. Si bien podríamos decir que todos venimos al mundo a satisfacer las necesidades de nuestros padres, no todos los padres tienen las mismas expectativas, y la verdad es que en eso las de las madres suelen ser menos gravosas para los hijos. Hay mujeres cuya ilusión en la vida era ser madres, y por eso transmiten a sus hijos un amor incondicional: no hace falta que mi niña (o mi niño) haga nada especial, porque siendo como es ya colma todas mis expectativas, que no eran otras que las de convertirme en madre. Por el contrario, hay padres que pueden ser un enorme coñazo para sus hijos, porque es muy difícil, cuando no directamente imposible, estar a la altura de sus expectativas. Por seguir con el ejemplo de los ciclistas, quizá puedes ganar un Tour de Francia, un Giro de Italia y una Vuelta a España, y no cumplir con las expectativas de tu padre, que lo que quería era que entras en el selecto club de quienes han ganado 5 tours y las tres grandes pruebas ciclistas (Merck, e Hinault). 

 


En cualquier caso, tampoco hay que pensar que las madres son siempre mejores que los padres dando amor y aceptación a sus hijos. También hay hijos que, no importa lo que hagan, nunca podrán satisfacer las expectativas de sus madres, porque lo que éstas hubieran querido en realidad, quizá si la sociedad se los hubiera permitido, era no ser madres, o al menos no ser madres en el momento en que lo fueron. En definitiva: que ya está bien de reproducir sandeces. Una cosa es que queramos creer que todas las vidas humanas tienen un valor intrínseco, independientemente de lo que cada quien logre, y otra muy distinta que neguemos que todo el mundo, para empezar, aquellos que nos trajeron al mundo, tengan expectativas sobre nuestra vida, y que nos valoren más o menos en función de hasta qué punto satisfacemos sus expectativas. Y esto es una importante fuente de desigualdad, a menudo un tanto olvidada. Hay gente que se puede pasar la vida esforzándose, que obtienen muchos “logros”, y ni aun así logran satisfacer las expectativas de quienes les trajeron al mundo. Axel Merck llegó a quedar tercero en unas olimpiadas, pero si su padre tenía expectativas de que fuera como él seguramente le habrá costado reconciliarse con esas expectativas. Quizá haya hecho meditación, mindfulness o terapia cognitiva conductual. 

 


¿Es posible que haya quienes han tenido la suerte de haber sido criado por progenitores cuya única expectativa sobre ellos es que fueran felices? En principio sí. Aunque imagino que siempre hay una tensión entre lo que los padres y madres entienden que hará felices a sus hijos y lo que estos mismos entienden por felicidad. Si tú le das menos importancia a la carrera profesional y a ganar mucho dinero, y tus padres se empeñan en que te sacrifiques y ganes más dinero y progreses profesionalmente es porque piensan que con una mejor posición serás más feliz. O, justo al revés, si tienes unos padres "hippies" y tú quieres convertirte en un ejecutivo/ agresivo quizá ellos preferirían que tuvieras una vida más relajada. Como plantea William Davies en su libro sobre la industria de la felicidad, yo creo que a menudo los que pretenden vendernos felicidad nos hacen más infelices. Una cosa es que, si quieres tener una vida medianamente feliz, tengas que aprender a ser feliz a pesar de no satisfacer las expectativas de los demás. Y otra cosa muy distinta es que no hayas venido al mundo a satisfacer las expectativas de los demás (para eso te han parido). La aceptación y los diversos modos de amar, dos temas que están tan de moda entre tantos gurús del coaching y la felicidad, podrían empezar por ahí. Por aceptar que no todos hemos tenido la misma suerte, pues hay a quienes les basta con no meterse en la droga para satisfacer las expectativas de sus padres y hay quienes, salvo que logren convertirse en Mozart, Nadal, Merck o Messi viven con la sensación de que han defraudado las expectativas de sus padres. Es entonces cuando es necesario poner en práctica los distintos tipos de amor: como dice Walter Riso, a veces es necesario decir "te perdono, pero te dejo". Quizá tus padres, al fin y al cabo, no son más que el producto a su vez de sus padres, que les cargaron de unas expectativas irrealistas, y quizá ellos no deberían haber cargado con ellas. Pero tú no puedes hacerte cargo de cómo ellos vivieron sus vidas, tan sólo puedes hacerte cargo de cómo tú vives la tuya. Lo cual, en cualquier caso, no quiere decir que los demás no tengan expectativas: sólo siendo conscientes de las expectativas de los demás es posible, en cierta manera, "liberarse" de ellas.


 

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