De “El Quijote” a “Casablanca”. El ideal del amor romántico y los tipos de locura.


De “El Quijote” a “Casablanca”. El ideal del amor romántico y los tipos de locura.


Manuel Ángel Santana Turégano

Hízome el cielo hermosa, de tal manera que sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis, decís, y aún queréis, que esté yo obligado a amaros. (…) No alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama[1]”.

 
Don Quijote pensando en Dulcinea

Una de las cosas buenas de haber llegado a una cierta edad en estado de soltería es que normalmente ello implica que te han dado un montón de calabazas. Te gustaba Juanita, Pepita y Antoñita (o Juanito, Pepito y Antoñito), estabas enamorado/a de ella, amabas a esas personas e hiciste todo lo posible por construir una relación. Y a pesar de todo, la cosa no funcionó y has llegado a la actualidad en estado de soltería. Lo que quiere decir que, con un poco de suerte, has aprendido que el que te guste, te enamores o ames a alguien no basta, no tan sólo para lograr una relación que funcione, sino ni tan siquiera para lograr que esa persona te ame, se enamore de ti o simplemente te corresponda. Lo cual atenta contra una de las creencias centrales de nuestra sociedad: que el verdadero amor lo puede todo. ¿Cómo va a ser cierto que el verdadero amor mueve montañas, derriba muros y supera todos los obstáculos si ni siquiera es capaz de lograr ser correspondido? La creencia de que el amor verdadero lo puede todo, que nos repiten constantemente desde las películas a las noveles dice basarse en la sabiduría de los antiguos, y no son pocos quienes citan el elogio a la caridad, de la Epístola de San Pablo a los Corintios, como una fuente de autoridad. Al fin y al cabo, plantean, ya en la misma Biblia se dice que “el verdadero amor lo cree todo, todo lo espera y lo soporta todo, nunca fenece”. En realidad, la Biblia no dice eso, y éstas ideas corresponden al ideal romántico, que Cervantes caricaturizaba en la versión del mismo que se reflejaba en los libros de caballerías, que con el Romanticismo del XIX alcanzó una difusión aún mayor y que en la actualidad se puede ejemplificar en el “mito de la media naranja”, que viene a plantear que cuando encuentras a la persona correcta, hasta tus peos, en vez de molestarle, les huelen a rosas. Pero antes de empezar a hablar del mito de la media naranja sería conveniente especificar de qué habla la gente cuanto dice “te quiero”.


Rick y Elsa

Siguiendo la sabiduría de los antiguos cabría diferenciar tres tipos de amor: eros, filia y ágape[2], si usamos los nombres griegos (los romanos hablaban de “caridad”, que es el término que usa San Pablo en su carta a los Corintios). Pensemos en la película “Casablanca”: lo que surge entre Humphrey Bogart (Rick) e Ingrid Bergman (Elsa Lund) es “eros”, ese tipo de amor que les lleva a “enamorarse” y, si la película hubiera sido un cuento de hadas, habrían terminado “y se casaron, y fueron felices y comieron perdices”. Pero existe un “amor por la humanidad” (ágape), que no sólo mueve a Víctor Lazlo, el marido de Elsa, sino también a Rick, quien al final decide que su amor se vaya con su marido a salvar el mundo y él decide unirse a la Resistencia contra los nazis. El ideal del amor romántico nos hace pensar que sería mejor una vida en que triunfe una historia de amor tan bonita como la de la película (que la verdad es que es bonita) que no otra en que Rick ayuda a derribar a un sistema que mataba a las personas en campos de exterminio. Y, digan lo que digan,  ésta no es una idea cristiana, pues el cristianismo se basa en que “el hijo de Dios dio su vida por todos los hombres”. Por último, está la filia, ese gusto por algo o alguien que hace que nos llevemos bien. Que el “eros” no lo puede todo y que se acaba pasando con el tiempo es algo que ya sabemos. Que puedes sentir atracción (eros) por alguien con quien en realidad no te entiendes bien (filia) es también sabido. Y que, en principio, el ágape puede ayudar a limar las asperezas que surjan en los ámbitos de la filia y el eros también parece más o menos claro. Por ejemplo, el amor por la humanidad (ágape) puede hacer que yo tenga un respeto y cariño profundo por aquellas personas cuya idea de un sábado feliz sea ir al centro comercial y ver el partido de turno, pero eso no quiere decir que sea eso lo que me haga a mí más feliz un sábado por la tarde (no son mis filias). Puede ser incluso que sienta una atracción fuerte (eros) por quien hace eso, y también puede ser que la filia y el ágape hagan, con perdón por usar ejemplos un tanto frívolos, que una chica tímida y con gafas, que no despertó inicialmente mi concupiscencia, me acabe resultando atractiva a base de verla los sábados por la tarde en la sesión del cineclub y ver que tengo cosas en común con ella. Uno de los “daños colaterales” de la manera en que se han desarrollado las relaciones romántico-sexuales en los últimos doscientos años, ejemplificados en la idea de “por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo” es que hombres y mujeres nos hemos acostumbrado, si no a mentir y ser mentidos, al menos a considerar como algo positivo, pruebas de un gran amor, exageraciones que otros ámbitos nos harían pensar que la persona que las hace tiene problemas de salud mental. “Los hombres prometen y prometen hasta que la meten” dice el refrán, lo cual se podría traducir, en los términos en que aquí lo hemos planteado, como “a menudo, las personas que sienten una gran atracción (eros) han de decir que, además sienten una gran filia y un gran ágape para lograr sus objetivos”. Lo cual acaba generando monstruos y tiranos, y, a las alturas que estamos ya del siglo XXI, va siendo hora ya de hablar de “personas que cumplen roles” más que de hombres o mujeres, porque hay mujeres tiranas, pero también hay hombres tiranos, hay hombres taimados, pero también hay mujeres taimadas. Así que, una vez especificado que hay “distintos tipos de amor” volvamos ahora al “mito de la media naranja”, que es lo que acaba produciendo personas locas y tiranas.


Sancho podía haber sido un mejor "modelo de relación" que Don Quijote y sin embargo...


El mundo está lleno de Dulcineas y Dulcineos que piensan que su Quijote debería de hacer todo tipo de locuras para demostrar que es digno de su amor. El mundo está lleno de Quijotes y Quijotas que piensan que aman a su Dulcinea cuando en realidad apenas la conocen, por lo que en realidad deben de tener algún tipo de trastorno mental. Y el mundo está un poco loco cuando tantísimas personas piensan que lo que en realidad es un comportamiento bastante enfermizo debería ser un modelo a imitar. Por eso que en el mundo haya tantas personas locas. ¿Por qué hay tantas personas tiranas? Porque hay muchas personas que son muy “amables”, es decir, dignas de ser amadas, en alguno de los sentidos señalados anteriormente, que pretenden por ello imponer el ser amada en los otros sentidos. Hablando claro: la tía (el tío) que está buena quiere que no sólo te guste por su físico, sino que además le digas que tiene una conversación interesantísima, aunque no la tenga, o aún no sabes si la tiene. Y si le dices “me pareces muy guapa, me gustas muchísimo” la cosificas y la conviertes en un “cacho de carne” si no le dices que además te cae muy bien, cuando aún no lo sabes. Por supuesto que se puede ser muy guapa y muy inteligente, o muy guapo y muy inteligente; pero tirano (o tirana) es quien pretende que le digas que es inteligente porque es guapa, o sería lo mismo, que es guapa porque es inteligente. Para que surja el eros no hace falta tantísimo: basta una persona razonablemente adecuada en un momento adecuado para que surja la chispa, y si fuera eso lo que implicara el mito de la “media naranja” no sería tan descabellado. Tiranas son todas aquellas chicas (y chicos) guapísimos que pretenden que porque “están buenas” (os) les rindan pleitesía y les digan que son unas chicas estupendas, simpatiquísimas, amables, buenas divertidas e inteligentes. Como, además, suele suceder que se tardan menos de 5 minutos en saber si alguien está bueno (a), pero bastante más en saber si “es una persona con la que podría llevarme bien” si alguien es sincero fácilmente es culpado de ser hipócrita y rastrero.




Dejando las abstracciones y hablando ya en términos muy concretos: conozco muchas mujeres que se sienten “engañadas por los hombres”. Porque, sienten, creían que había amor y lo único que querían era acostarse con ellas. En realidad, yo diría que más que por el hombre en concreto con que se acostaron han sido engañadas por “el sistema”. El sistema que les ha hecho creerse el mito de que si el chico tenía muchas ganas de acostarse con ellas es que no sólo les parecía guapísima, sino que también pensaban que era una persona increíble. En algunos casos, querida amiga, el chico no te engañó: si hace 15 días que te conocía y te decía que le gustabas muchísimo se refería, obviamente al “eros”, no podía decirte que le gustaba muchísimo tu forma de ser porque no la conocía, ahora, si tú quisiste querer otra cosa… En otros casos, posiblemente sea cierto que te engañó el chico, pero no fue sólo el chico, fue todo el “sistema”. El sistema que ha hecho que muchos hombres hayan aprendido que no se puede decir: “mira, la verdad es que aún no te conozco lo bastante como para saber si querría casarme y tener hijos contigo, pero sí lo bastante como para saber que me gustaría acostarme contigo; ¿te parece que empecemos por esto último y ya veremos lo otro”. Porque, si dicen eso, lo más probable es que nunca lleguen a conquistar a ninguna mujer.




Entrando en la tercera década del siglo XX quizá va siendo hora ya de empezar a asumir que algunas cosas no dependen de ser hombre o mujer, sino de la suerte que te toca. La sabiduría popular, expresada en los refranes, dice “la suerte de la fea, la guapa la desea”, pero eso también les pasa a los hombres, también a la inversa. Lo bueno de haber llegado a una cierta edad (soltero o no) es que vas conociendo mejor quién eres, el valor de las cartas que te tocaron en la partida de la vida y las reglas con las que hay que jugar. Aunque mi madre y mis abuelas siempre me decían que era guapísimo yo ya sé que no es así, y tampoco es que sea feo, soy un hombre “normalito” en el terreno de “lo que entra por los ojos”. Ahora bien, soy bastante amable, no en el sentido literal del término, ama- ble, que se puede amar, sino de que soy una persona agradable, fácil de llevar, que no crea más problemas de los que soluciona, con la que se puede hablar, de ahí que a menudo cuando me dicen “yo lo que busco es una amistad” piense que, literalmente, no me caben más amigas, no tendría tiempo para hablar con todas las “amigas” a las que les gustaría hablar conmigo. Yo también he sido, durante muchísimo tiempo, víctima de este sistema tan loco que nos tiene a todos despistados. Si yo era tan amable, y el sistema me ha convencido de que “lo que buscan las mujeres son chicos amables”, ¿por qué siempre me surgían amigas y no “otra cosa”? Porque del dicho al hecho hay un gran trecho, y que me consideraran un buen candidato para ser amigo no quiere decir que me consideraran candidato para nada más. Y, como hubiera entendido si hubiera prestado más atención a las lecturas adolescentes de “El Quijote”, pretender que porque yo pudiera amar a Pepita ésta tendría que corresponderme es entre una solemne tontería y una completa locura. Lo bueno de tener una cierta edad es que ya eres capaz de aceptar todo esto, como decía el otro, “sin acritud”. Siempre se ha dicho que releer a los clásicos ayuda a comprender nuestros tiempos presentes. 




En los últimos años he visto que ha ido al alza un fenómeno que me resultaba sorprendente hasta que releí el Quijote. Un chico queda, habla o se intercambia Whatsapp con una chica, el contexto es lo suficientemente claro como para pensar que puede haber algún tipo de “interés”. La cosa se enfría. Y la chica, pasada un tiempo, se ve obligada a especificar que “ella no tiene interés”. Yo siempre pensaba: pues no hace falta que lo especifiques, si la cosa se ha enfriado es porque no hay interés. Hasta que volví a releer el Quijote, y entendí el sentido de “aclarar las cosas”. De acuerdo con el ideal del amor romántico, que desde las novelas de caballería ha llegado hasta nuestros días, si no aclaras las cosas (y aun haciéndolo) es posible que yo, cual Don Quijote, me monte en mi mente la idea de que Dulcinea me ama y salga en busca de aventuras a deshacer entuertos y ganarme el amor de mi dama (que no me ha dicho que me ama, pero eso es lo de menos, porque si yo la amo lo bastante todo se andará…). Por eso en nuestro mundo hay tantos locos (y locas). Porque nos han enseñado a ver como deseable algo que, en el fondo, con toda lógica, tememos, y hay muchas Dulcineas, y Dulcineos, que querría que algún Quijote (o Quijota) hiciera locuras, aunque sepan que en el fondo no son más que locuras. Como decía Walter Riso, nuestra sociedad ha sacralizado una concepción sensiblera del amor que pretendiendo ensalzarlo en realidad lo degrada. Creamos locos cuando hacemos a la gente pensar que sólo quien hace locuras por ti te quiere “de verdad”. Y hablo por experiencia propia: durante mucho tiempo creí me creí muchas locuras sobre el amor. Creí, por ejemplo, que si quería lo bastante acabaría por ser querido; que si era lo suficiente ama- ble acabaría por ser amado. Por eso, en el fondo, es una suerte haber recibido tantas calabazas. Y no porque vaya a hacer con ellas cabello de ángel, sino porque te ayuda a comprender que alguien te puede apreciar, pero no por ello se tiene por qué enamorar de ti, y que en cualquier caso el valor toda persona humana está siempre más allá de las “locuras” que otras personas, cuerdas o locas, puedan hacer por esa persona.


[1] El texto está extraído y levemente adaptado del Capítulo XIV, “Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con notros no esperados sucesos”, de “El Quijote”.
[2] Esta idea creo haberla leído en algún libro de Walter Riso, pero seguramente se puede encontrar en otras fuentes.

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