Genética, cultura, sociedad e individuo. Cómo nos convertimos en quienes somos (en la tercera década del siglo XXI).
Genética, cultura, sociedad e individuo. Cómo nos convertimos en quienes
somos (en la tercera década del siglo XXI).
Manuel Ángel Santana Turégano, La
Laguna, octubre de 2019.
Al menos desde que Rousseau acuñara la idea de “el buen
salvaje” un debate de fondo en buena parte del pensamiento social es el de si
las personas nacemos “felices”, y es la sociedad la que nos hace infelices o
por el contrario nuestra felicidad o infelicidad no puede entenderse al margen
de la sociedad. Las personas, ¿nacemos o nos hacemos? Nuestra genética
determina cuánto podremos medir, si seremos rubios o morenos, si seremos altos
o bajos, si tendremos cuerpo de maratonianos o de jugadores de rugby. Y, pese a
que con esfuerzo y sacrificio podamos cambiar “algo” nuestra naturaleza, no la
podemos cambiar del todo.
¿Qué importancia tiene esto? Para Kipchoge, récord del mundo
de maratón, toda: es por su genética que se gana la vida. Tradicionalmente, se
tendía a pensar que para las mujeres la dotación genética determinaba su vida:
al fin y al cabo, eso es lo que nos contaba muchos cuentos tradicionales, y nos
siguen contando en el Disney Channel: si naces pobre, pero guapa, te acabarás
casando con el príncipe y viviendo una vida de cuento (lo que a veces se
obviaba es que, si nacías princesa, pero fea, como Isabel II, la cosa no era
tan grave).
En los últimos años, por la extensión de la meritocracia,
ideología que sustenta la estructura social de las sociedades contemporáneas,
se le da mucha importancia a la genética en algunos ámbitos. La idea es que, en
nuestras sociedades, si naces muy listo no importa que nazcas en un entorno
pobre, al final acabarás teniendo unos estudios y te convertirás en alguien
importante (por supuesto, nos dicen, además de capacidades hace falta
sacrificio). En definitiva, la idea sería que, si nacemos con la “genética” que
valora nuestra sociedad, eso nos hará avanzar socialmente. Por ejemplo:
suponemos que las capacidades matemáticas, o musicales, al igual que para el
deporte, que ya hemos mencionado anteriormente, tienen una base genética. Si
tienes “lo que hay que tener”, te acabarás convirtiendo en un ingeniero
altamente pagado, o en un genio de las finanzas, o de la música.
Por último, la última influencia que tendemos a darle a la
genética en quienes somos es en el carácter. Así, hay personas que nacen con “capacidad
de liderazgo”, y se acaban convirtiendo en directores de empresas, mientras que
otros, “que no tienen lo que hay que tener”, se quedan a medio camino. En la
actualidad, las teorías más aceptadas en psicología de la personalidad plantean
que ésta se comprende a través del modelo de los cinco grandes factores de la
personalidad (OCEAN: apertura (openess), extraversión neuroticismo) y que éstos
tienen, en gran medida, una base genética.
Por el contrario, los sociólog@s tendríamos a mantener una
visión opuesta de todo esto: las personas son más producto de sus
circunstancias que de su genética. ¿Está todo inscrito en los genes? Una adecuada comprensión de cómo funciona la genética implica
entender que la genética funciona siempre en interacción con el medio. Un
ejemplo tonto serían nuestras capacidades lingüísticas. Cuando nace una persona
en Francia o en España, genéticamente está capacitado para producir (y
diferenciar) un montón de vocales y consonantes, incluidas las vocales nasales.
Pero cuando esa persona tiene 25 años, si nació teniendo como lengua materna el
español e intenta aprender el francés le será prácticamente pronunciar
correctamente una vocal nasal. La capacidad “genética” potencialmente estaba
ahí, pero como por el entorno en que hemos nacido no la hemos desarrollado podríamos
decir que de alguna manera la perdemos. Y lo mismo podría decirse de algunas de
las capacidades que se han convertido, en los últimos años, en caballo de
batalla de nuestro sistema educativo y, en último término, de la estructuración
social. Lo que planteo aquí, y quien piense lo contrario que lo demuestre, es
que todas las personas, con una formación adecuada, seríamos capaces de
conseguir desarrollar las destrezas matemáticas, por ejemplo, para alcanzar
unas competencias básicas en finanzas, ingeniería o música. No estoy diciendo,
por supuesto, para “alcanzar la excelencia”. Seguramente los ganadores de las
medallas Field (el equivalente de los Nobel en Matemáticas) podríamos decir que
son “extraordinariamente dotados/as genéticamente”. Pero sí unas competencias
básicas.
Hasta aquí parecería que no necesitamos a la sociedad, o que
apenas la necesitamos, para comprender cómo nos convertimos en quienes somos.
Pero eso no es así. Y es que hasta ahora hemos hablado fundamentalmente de “personalidad”,
y es necesario hablar también de identidad. Antes de hacerlo nos podemos
imaginar varios mecanismos por los que la sociedad influye en cómo nos
convertimos en quienes somos. En primer lugar, parece obvio que no todas las
sociedades valoran en la misma medida las mismas cualidades. Así, por ejemplo,
si naces en Kenia con la genética adecuada para correr maratones no sólo te
convertirás en récord del mundo, sino también en un héroe nacional. La gente te
admirará, te pedirá autógrafos, seguramente no te cueste ligar. Por el
contrario, si naces en España con la genética adecuada para correr maratones puede
que te conviertas en récord del mundo, pero el héroe nacional será el
futbolista de turno, y aquel a quien todas las mujeres desearan no será, desde
luego, alguien flaco y delgaducho como tú, sino alguien bastante más fornido.
Nacer con una extraordinaria capacidad para tocar el violín será una bendición
en una sociedad en que los violinistas sean valorados socialmente, pero no
servirá de mucho si los violinistas son tan sólo unos bohemios que malviven con
su arte.
¿Cómo se convierte la sociedad en que nacemos en parte de
nosotros mismos, de lo que creemos nuestro “yo” más íntimo? A través del
proceso de socialización. Hace tiempo que se sabe que los primeros recuerdos
autobiográficos solemos tenerlos a partir de los 2 años de edad. Es a partir de
entonces que se empieza a formar nuestro “yo”. El yo es algo así como una
manera de experimentar nuestros pensamientos y sentimientos dándole coherencia.
Tal y como planteara uno de los pioneros de la Sociología, y han confirmado las
investigaciones más recientes, nuestro “yo” es un “self- looking glass”: lo que
yo pienso que soy lo pienso a partir de lo que pienso que otras personas
piensan de mí, lo que se denominan “otros significativos”. Es decir, si yo, de
mí mismo, pienso “soy una persona lista” es porque percibo, por la manera en
que me tratan, que las demás personas piensan que soy una persona lista. Por el
contrario, si yo pienso que soy “torpe” es porque percibo, por cómo me tratan
los demás, que las demás personas piensan que soy torpe.
A partir de los tres años de edad, en que se complejiza
nuestra interacción con otras personas, construimos nuestra identidad a partir
de los grupos a los que nos adscribimos. Yo soy un chico, un chico bueno, como
me han dicho que los chicos, que los chicos buenos, son así, ergo, deduzco que
yo soy así. Así interiorizamos mandatos sociales tan elementales como “los
chicos no lloran”. Obviamente, los hombres tenemos glándulas lacrimales y
podemos llorar. Pero hemos interiorizado que, en cuanto miembros de un grupo,
es decir, como somos chicos, no debemos hacerlo. La formación de grupos es
continua a lo largo de toda la historia, y ha sido la base de los genocidios:
los “verdaderos arios” se comportan así o asado, los tutsis no hacen esto,
cosas por el estilo.
Nos preocupamos de lo que los demás piensan de nosotros,
porque para construir una identidad social en positivo necesitamos su
aprobación. Buscamos la aprobación de nuestro grupo de referencia, y para ello
adaptamos nuestro “yo”, porque, a diferencia de lo que planteaba (erróneamente)
la psicología humanista, no tenemos un yo “profundo y auténtico”, sino muchos
yoes que compiten entre sí. Nuestro yo ansía sentirse aceptado por el grupo y
teme sentirse condenado al ostracismo. Por eso hacemos lo que creemos que
nuestro grupo de pertenencia espera de nosotros. Y los ritos de paso, desde la
circuncisión, el aislamiento en la sabana de los guerreros africanos, la
primera comunión o la mili de nuestros padres a lo que quiera que sea que se
haga hoy en día cumplen esa misma función: convertirnos en miembros de un
grupo, aceptados por la comunidad. Si para ser “uno más de la pandilla” hay que
pelearse con los de la pandilla contraria, eso será lo que haremos. Spoiler:
muchos años después de la adolescencia, entre gente tan supuestamente seria
como los profesores universitarios, buena parte del comportamiento se explica
por esto: ser aceptados por el grupo: y si hace falta publicamos donde haga
falta, o que digamos que nuestra área de conocimiento es la que vale y no la
otra, o que los importantes somos los que investigamos y no los que dan clase,
o viceversa…eso haremos.
En teoría, la sociedad actual es más tolerante con la
diversidad que las anteriores. En su libro sobre la personalidad, Neetle
planteaba que, si aceptamos que nuestra personalidad se puede describir en base
a grandes cinco factores, las diferentes puntuaciones en cada uno de estos
factores, por combinatoria, daría un número finito, y relativamente pequeño, de
“personalidades”. Así, pongamos por caso que yo puntúo “4 en neuroticismo, 3 en
extraversión, 1 en apertura y así”. Pues en una población X habría un número
determinado de personas con mis mismas puntuaciones, es decir, con mi misma “personalidad”.
En un mundo en que las personas “naciéramos” nos pareceríamos relativamente
más. Pero como lo que somos es el resultado de la interacción de cómo nacemos
con lo que ha vida va haciendo de nosotros, la cosa se va complicando. Así, por
ejemplo, pongamos que yo tengo un determinado tipo de personalidad: mi abuelo
decía de mí que yo era un ratón de biblioteca, y de esto hace más de 30 años. ¿Lo
sigo siendo? En parte por ser un ratón de biblioteca te acabas convirtiendo en
profesor de universidad, y entonces te encuentras con que tienes que lidiar con
cientos de adolescentes o post adolescentes. Y, en función de cómo lleves eso,
te estresarás o te adaptarás. Es quizá ése uno de los principales problemas de
seleccionar mediante oposiciones a personas que tienen que trabajar cara al
público: que seleccionamos unas cualidades (empollar) que habitualmente van en
contra de otro tipo de cualidades que hay que usar en ese tipo de trabajos.
¿Puede ir la sociedad en contra de la naturaleza, y
obligarnos a hacer “cosas contra natura”? Por supuesto. Si tú eres un “ratón de
biblioteca”, o un “corredor delgado”, y quieres que te acepte el grupo, por
ejemplo, que alguna chica te haga caso, y ninguna chica del grupo te hace caso
salvo que cambies tu yo, tenderás a presentar una versión tuya cuando menos “maquillada”.
Hay quien va al gimnasio y se mete winstrol para ser más aceptado, o quien va
al bar y se toma cuatro cervezas para superar su natural timidez. La psicología
humanista que ha dominado el pensamiento popular acerca de cómo somos, y cómo
deberíamos ser, desde la década de 1950 hasta ahora, ha hecho mucho daño. Autores
como Fritz Pearl o Carl Rogers nos hecho pensar que teníamos que ser “auténticos”
que ser “nosotros mismos”. Y todo esto es falso y ha hecho daño. En primer lugar,
porque las corrientes más actuales plantean que lo de “nuestro yo auténtico” es
un mito. Y, en segundo lugar, porque pretenden que el individuo esté tan
convencido de su “valor auténtico” que sea un ser asocial. Y eso es contra
natura, porque los seres humanos, si somos algo, es seres sociales. Volviendo a
los ejemplos anteriores, nos vienen a decir: tú tendrías que estar por encima “del
bien y del mal”. Y si “el mundo” es tan superficial de no ver todo lo que tú
vales, “el mundo” se lo pierde. Tú eres así. Claro que aquí hay un problema. Hagamos
un experimento mental, en la línea de la psicología y la antropología evolutiva,
que plantean que los rasgos que permanecen lo hacen porque son “funcionales”
para la supervivencia. Pongamos que somos dos “flacos y ratones de bibliotecas”.
Uno intenta adaptarse un poco, se mete winstrol y se toma cervezas, por lo que
acaba “triunfando” y teniendo descendencia. El otro, “fiel a su auténtico yo”,
decide que “si no me saben valorar, ellas se lo pierden”. ¿Cuál de estos individuos
es nuestro antepasado? Evidentemente, el primero, el segundo no se reprodujo. Por
hacer lo que podría considerarse un juego de palabras, podríamos decir, en
último término, que la genética impide que se reproduzcan los que tienen un
comportamiento “asocial”, o dicho de otra manera, que no es una construcción
social que seamos seres sociales.
El mito del “yo” individualista, del lobo solitario, ha hecho
mucho daño, en primer lugar, por los motivos que hemos mencionado: somos seres
sociales. En segundo lugar, porque siguiendo las ideas de Pearl y compañía, en
lo que Storr denomina “the special self”, continuación lógica y cronológica del
“good self” de la psicología humanista, hemos creado un mundo en que pensamos
que lo que tenemos que hacer es darle autoestima a todo el mundo y que con eso
se solucionarán todos los problemas. Volviendo a los ejemplos anteriores, hoy
en día tenderíamos a decirle al ratón de biblioteca flacuchento que, en
realidad, su único problema es que no tiene la bastante autoestima. Que, si se
quisiera lo bastante, acabaría ligando. Cuando lo cierto es que el mecanismo es
justamente a la inversa. Es decir: no tienes mucha autoestima porque no te
comes muchos roscos…. Es decir, de alguna manera es como si esperáramos del
individuo que hiciera frente a “situaciones adversas” gracias a sus “reservas
de autoestima”. Y lo que no nos damos cuenta es que si alguien vive situaciones
adversas posiblemente no tendrá autoestima.
Dicho con toda la provocación del mundo: la Sociología
tradicional comparte el mismo error que los totalitarismos del XX, tanto del
fascismo como del comunismo. La creencia en “el hombre nuevo” implica pensar
que la naturaleza humana es una pizarra en blanco en la que podemos escribir lo
que queramos, y que los males del mundo son simple consecuencia de una mala
sociedad, en la línea del “buen salvaje” de Rousseau. La paradoja es que la
causa de que la sociedad sea en buena medida causa de los males del individuo es
justamente porque se empeña en transmitir la idea de que la sociedad es “social”,
cuando lo cierto es que “es natural”, que la naturaleza cuenta. Conozco gente
que han hecho del “ser un fracasado” una parte constitutiva de la propia
identidad social. La única forma de que el grupo te acepte es que no te considere
una amenaza, que seas un “fracasado”. Quizá es esa la mayor crueldad de la
sociedad contemporánea, que espera que todos seamos siempre “triunfadores” en
cada uno de los ámbitos de la vida, ya que no nos permite construirnos una
identidad social en positivo en cuanto que fracasados. Las sociedades
tradicionales sabían que los príncipes necesitaban de los mendigos para realzar
su excelencia. En ese sentido, los mendigos también encontraban un papel,
aceptable, en la sociedad. Por el contrario, en las sociedades contemporáneas
los príncipes desprecian a los mendigos, que no pueden construir su identidad
social en positivo, que han de sentirse una mierda, y luego encima han de tener
que aguantar que les digan que el problema es suyo, que no tienen la suficiente
autoestima. ¿Cómo van a construir su autoestima si no se sienten valorados?
Sólo una sociedad completamente loca puede plantearse que una persona construya
un sentido de valor y dignidad si no se siente valorada y digna por la
sociedad. Que haga un salto en el vacío, a lo “pelo Pantene” y que diga “porque
yo lo valgo”, aunque seas tú quien único digas que lo vales.
Last but not least, las corrientes de pensamiento han
hecho mucho daño porque la autoestima no es lo que dicen que es: quererse a uno
mismo, y eso no siempre es bueno. Al fin y al cabo, seguro que Stalin y Hitler se
querían mucho a sí mismos, y hay que ver qué daño han hecho… En realidad, la
autoestima tendría que ser como una manera de equilibrar la imagen que nosotros
tenemos de nosotros mismos con la imagen que los demás tienen de nosotros
mismos. Si soy flaco y ratón de biblioteca, pero tengo una autoestima muy alta
que me creo que soy la leche, no por ello iré al bar y ligaré. Si vivo en un
entorno en que “triunfan más” gente fuerte y divertida, lo que pasará es que
haré el ridículo: iré al bar, y la gente pensará: “fuerte tío más idiota, que
se piensa que es la repera y en realidad da pena”. Pero desde luego, no por
ello ligaré. Quizá me valdría más tener un poco menos de autoestima, y que me
diera cuenta de que si quiero relacionarme un poco mejor con la gente debería
intentar ser un poco más humilde y menos petardo. Obviamente, trabajando en la
universidad creo que esto es casi lo contrario de lo que acaba pasando. Puede
que yo fuera flacucho y ratón de biblioteca, pero como el mundo académico está
lleno de gente que parecen sacados de un capítulo de Big Bang Theory, al final
resulta que yo, por comparación, hasta tengo carisma. Creo que eso es lo que me
ha causado daño en el mundo universitario: la envidia. Como otros veían que
destacaba, y que no era un pedante insoportable, y que encima la gente no me
tenía odio, había que descalificarme. Y así me tocó aguantar, desde mi
departamento hasta otras universidades, cosas bastante poco agradables, para
terminar aguantando una situación de acoso que me costó que reconocieran.
Lo reconozco: me he saltado las normas sociales. Al fin y al
cabo, mi grupo de referencia, los profesores universitarios, tenemos que ser
insufribles, insoportables y pedantes. Además, no tener sino cabeza, nada de
cuerpo, no hacer deporte. He sufrido castigo por ello. Siento que no pertenezco
a ningún grupo, ni chicharrero, ni canarión, ni académico, ni divulgador, ni….
Pero bueno, supongo que me tocará ser un poco a lo pelo Pantene, y al final,
pensar que “porque yo lo valgo”. Después de todo, algunas cosas sí que tengo.
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