La familia, la escuela y la búsqueda de la felicidad: ¿para qué educamos?
La familia, la escuela y la búsqueda de la felicidad: ¿para qué educamos?
Manuel Ángel Santana
Turégano, La Laguna, febrero de 2019.
Cuando yo era niño, allá por la
década de 1980, sentía que el objetivo de la educación, lo que esperaban de mí
en el colegio y en mi familia era, como lo decían las abuelas, que el día de
mañana me convirtiera en “una persona de provecho”, lo que podía traducirse,
más o menos, en que el día de mañana fuera “una persona respetada y
respetable”. Por entonces no se pensaba que la felicidad del individuo fuera
importante, y desde luego no era el objetivo de la vida, ni de la educación. Se
trataba de lograr que las personas aprendieran a hacer lo que tenían que hacer,
convertirse en “hombres y mujeres de provecho”. Y, en el mejor de los casos, la
felicidad vendría como subproducto: si eras una persona respetada y respetable,
y vivías de acuerdo tanto a los dictados de la sociedad como a tu propia
naturaleza, alcanzarías un estado de satisfacción de necesidades y de bienestar
general que, de alguna manera, podría equipararse con la felicidad.
Más de treinta años después las
cosas parecen haber cambiado bastante. El proceso de socialización ha cambiado.
Los agentes de socialización han cambiado: la escuela es distinta, la familia
es distinta, y los grupos de amigos, que ahora se relacionan a través de
internet, y los medios, han cambiado aún más. Pero lo que resulta aún más
sorprendente es que parece que el propio objetivo de la educación ha cambiado,
al menos para para los que fuimos educados de una manera un tanto
“tradicional”. En un estudio publicado en 2011, Collet- Sabaté y Tort (2011) se
preguntaban para qué educan las familias de clase media alta, y llegan a la
conclusión, a través de un estudio cualitativo realizado en Cataluña, de que
las familias de este entorno educan a sus hijos “para que sean felices”. Aunque tradicionalmente han existido
distintos modelos educativos, que variaban en gran medida en función de la
clase social y de los valores de la familia de origen, podría decirse que esta
forma de educar de la clase alta se ha convertido en hegemónica, de manera que,
en mayor o menor grado, todas las familias tienden a reproducir esta idea.
Claro que en la práctica la concreción de “educar a los niños para que sean
felices” acaba teniendo múltiples significados. Para algunas familias,
felicidad es que los hijos consigan lo que se planteen. Para otras, que sean
libres, independientes, autónomos. Para otras, que lo pasen bien; y, por
último, en mayor o menor grado, para todas las familias de clase alta que los
hijos sean felices tiene que ver con que tengan éxito profesional.
Llegados a este punto se hace
evidente que es mucho más fácil definir el fracaso escolar que el éxito
escolar. Podemos estar de acuerdo, sin mayor dificultad, en que fracasan
escolarmente aquellos niños que no son capaces de superar los mínimos que en su
época se considera “escolarización mínima obligatoria”, bien sea en términos de
credenciales (tener un título de EGB, ESO o Bachillerato) o de conocimientos
concretos (saberse la tabla periódica o la lista de los Reyes Godos). Ahora
bien, si eso es el fracaso, y de una clase de primero de primaria diremos que
sufrirán fracaso escolar aquellos niños y niñas que no lleguen a terminar la
ESO, ¿cómo medimos el éxito? ¿El mayor éxito escolar lo tendrá el niño/a que
llegue a alcanzar el máximo grado académico (doctor)? ¿Quién se convierta en
catedrática/o en la universidad más prestigiosa, si es que alguna/o lo logra?
Se ha dicho ya que, en la era del Big Data (véase O Neal, 2017), bajo lo que
aparentemente parece un envoltorio enormemente futurista y rompedor, lo único
que hacemos es proyectar lo que hoy sucede hacia el futuro, y en ese sentido,
esta manera de contemplar el éxito escolar constituiría una fosilización de
criterios sociales de evaluación actuales. En mi niñez se nos educaba para
convertirnos en “hombres y mujeres de provecho”. Es decir, para que hiciéramos
“lo que había que hacer”, y el espacio para la individualidad era menor. Si
cambiamos el foco de análisis desde los individuos y las familias a la sociedad
en su conjunto podríamos decir que la cuestión en realidad no ha cambiado
tanto, pese a que aparentemente haya cambiado mucho. En el origen de los
sistemas modernos de educación masiva, creados en paralelo al desarrollo del
estado-nación a lo largo de los siglos XIX y XX, el objetivo de la escuela era
crear “buenos ciudadanos”. Estas ideas, desarrolladas inicialmente a través de
la aportación de Durkheim, uno de los padres fundadores de la Sociología, a la
consolidación de la III República Francesa, sobrevivieron sin mayores problemas
durante todo siglo, hasta llegar a la época de mi niñez convertidas en “hombres
y mujeres de provecho”, que no está tan lejos del ideal del estado moderno de
crear “buenos ciudadanos”. Desde el punto de vista de las empresas y del
sistema capitalista el objetivo de la educación era el de producir mano de obra
con las habilidades que requiere el sistema productivo.
El mundo, tal y como se nos
presentaba entonces, era relativamente justo. El mito de la meritocracia,
desarrollado a través de la obra de Young de 1956, venía a plantear que, en una
sociedad en que el peso de la herencia era cada vez menor, aquellos que se
esforzaran por ser buenas personas y buenos ciudadanos acabarían siendo
recompensados por el sistema educativo y productivo, se acabarían convirtiendo
en “hombres y mujeres de provecho” lo que, en último término, les permitiría
acceder a un estado de satisfacción de necesidades que, tal y como dijimos
anteriormente, si bien no puede considerarse sinónimo de la felicidad, se le
parece bastante. Es obvio que la meritocracia no es más que eso, un mito, y que
la herencia sigue contando mucho, como han demostrado, entre otros, Piketty
(2013), por lo que el sistema nunca fue tan justo como en algún momento nos
hicieron creer que era. Pero si algo ha cambiado en los últimos años es que la
concepción de la educación de las clases altas se ha convertido en hegemónica,
en el sentido que le daba Gramsci al término, de manera que lo que en un
momento era propio de solo una parte de la sociedad tiende hoy en día a
extenderse, lo que genera no pocos quebraderos de cabeza, y que, curiosamente,
en una época en que todos los agentes implicados parecen estar de acuerdo en
que el objetivo de la educación es que los niños sean felices, hoy en día se
producen cada vez más personas insatisfechas con la vida que tienen que vivir,
lo que, al igual que decíamos anteriormente, si bien puede que no sea exactamente
un sinónimo de “infelicidad” al menos se le parece bastante.
¿Por qué genera hoy tanta
infelicidad la educación? No hace tanto, los modelos educativos, más centrados
en la idea de la “mano dura” daban más importancia a la conformidad con el
grupo, mientras que hoy en día se tiende a pensar que el objetivo de la
educación es que los niños y niñas desarrollen todas sus capacidades. Y se
entienden que sus capacidades son enormes. Como resultado de esta orientación,
combinada con la híper competitividad del capitalismo contemporáneo creamos el
caldo de cultivo para futuras frustraciones. El término “competencia” tiene dos
significados, por un lado es lucha, de manera que un carpintero más competitivo
será el que sepa hacer mejor (más rápido, más barato) un mueble; pero
competencia es también ser capaz de hacer algo, un juicio absoluto y no
relativo: un carpintero competente es el que sabe hacer un mueble,
independientemente de que otros lo hagan mejor, más rápido o más barato. Y
estos dos términos se han mezclado de una manera desastrosa en un contexto como
el actual en que en la educación hablamos constantemente de “Competencias” (en
la universidad las guías docentes han de contemplar las “competencias del
alumnado”). El objetivo de la educación debería ser generar personas
competentes, no competitivas. Todas las personas pueden desarrollar sus
capacidades, que pueden ser múltiples. Así, los niños pueden ir a clases de
música, de teatro, de tenis o entrenamientos de fútbol, pero el objetivo sería
que fueran “competentes”, no “competitivos”. Tristemente, en cualquiera de
nuestras ciudades tenemos miles de equipos de fútbol infantil, de clases de
música o de ballet en que miles de niñas y niños piensan que son la mejor tenista,
delantero, o concertista, lo que es una imposibilidad lógica. Todo el mundo
puede ser competente, y quizá no nos debería de preocupar qué tan competitivos
sean. Porque quizá, más importante que llegar el primero es saber llegar.
Ha pasado ya bastante tiempo
desde que yo era un niño que pensaba que el objetivo de la educación era
convertirme en “una persona de provecho”. Si medimos el éxito escolar en
términos de credenciales podría decir que soy un caso de éxito, pues, al fin y
al cabo, como decía el otro, estudié “todo
lo que se podía estudiar”: primaria, secundaria, universidad, máster y
doctorado. ¿Me he convertido en una persona de provecho? Sin duda, hay factores
estructurales que van a condicionar la respuesta que se pueda dar a esta
cuestión: si ser una persona de provecho es “convertirse en una persona
respetada y respetable”, el balance es cuando menos agridulce. Al fin y al
cabo, los profesores ya no son tan objeto de respeto, la universidad es una
institución que parece inspirar cada vez menos respeto y encima imparto una
materia que, como expliqué anteriormente, tan poco respeto inspira que la
sociedad no considera que haya que estudiar Sociología como parte de la
formación básica. ¿Para qué sirve la educación? Sennet, en “La cultura del
nuevo capitalismo”, planteaba que la educación sentimental del adulto nos
debería llevar a desarrollar la capacidad de resignación, una resignación en
cierto modo feliz, acerca del hecho, que resulta innegable para el 99% de la
población, de que la vida que acabamos viviendo resulta insignificante si la
comparamos con todo lo que alguna vez llegamos a soñar. De niños soñamos con
dar la vuelta al mundo en globo o con ganar Wimbledon. Y está bien que soñemos.
Pero también que, de mayores, podamos disfrutar, con un gozo casi infantil, si
logramos montarnos alguna vez en globo, o visitar el museo de Wimbledon. La
cultura del nuevo capitalismo nos lleva a soñar, porque ello nos hace desear y
consumir. Pero, incluso quienes damos clases a jóvenes que intentan encontrar
un empleo con sus estudios, no deberíamos olvidar que educar es algo que nunca
se debería de hacer para satisfacer lo que se espera de nosotros. Porque, al
fin y al cabo, el mundo en que nos tocará vivir cuando nos toque ser “personas
de provecho” no está aún determinado, depende de lo que hagamos hoy.
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