La casa de los horrores
La casa de los horrores Movía la cabeza de lado a lado, enrojecida por el llanto, y de manera repetitiva, como si fuera la niña del exorcista, repetía “es que yo no tengo ganas de nada, yo no tengo ganas de nada, nada más que de morirme”. La semana, la última de vacaciones, acababa de comenzar, y me dieron ganas de irme a casa, meterme en la cama y no volverme a levantar en un rato. De no hacer nada. Nada. Si no fuera porque he convivido con ella desde que tengo uso de razón, o posiblemente antes, habría dicho que tenía una depresión. Pero sabía que se me pasaría, que no era una depresión, sino, como se diría coloquialmente, una “bajona”, fruto del estrés de un verano complicado y de la frustración de no encontrarle una salida, o al menos no la que te gustaría, a la situación. El verano no había empezado mal, con éxitos laborales, con buenas noticias económicas, con novedades agradables. Era el primer verano sin mi padre. Después de tres años de un Alzheimer compli...