Uvas ácidas, chocolate amargo y ganas de vivir

Uvas ácidas, chocolate amargo y ganas de vivir

Manuel Ángel Santana Turégano, junio de 2023.

 



El próximo mes mi madre cumplirá 85 años. Estas semanas ha empezado a darse cuenta de que tiene problemas para ducharse, de que es una persona dependiente. Lo que me toca a mí vivir ahora es algo que seguramente les toca a muchísimas más personas cuando sus padres alcanzan una edad elevada y tienen problemas de salud. Ella tiene la sensación de que la vida que le queda por delante no vale la pena ser vivida, y por ello no tiene ganas de nada, nada más que de morirse. Lo que seguramente no es tan habitual es que esto me tocara vivirlo por primera vez hace más de 40 años. Aunque tiene un cierto deterioro normal para su edad, los problemas de salud de mi madre son mentales, no físicos. Para sus problemas físicos ahora mismo está tomando una pastilla para la tensión. Pero para sus problemas mentales está tomando dos antidepresivos, dos ansiolíticos y un antipsicótico. Y, aun así, lo único que hace cuando se levanta de la cama es sentarse en el sofá y poner gesto compungido. No pone la tele, no pone la radio, no hace autodefinidos. No tiene ganas de hacer, literalmente, nada. No tiene ganas de vivir. ¿Qué puedes hacer cuando alguien no tiene ganas de vivir? Nada. Y si no puedes hacer, lo único que puedes hacer es dejar que se muera. No es triste, es la vida, que está inexorablemente ligada a la muerte. Ella ha tenido una buena y larga vida, aunque su enfermedad le impida verlo.




Mi madre sufre distimia, depresiones constantes y persistentes. La primera vez que mi madre habrá pensado que la vida que le tocaba vivir no valía la pena ser vivida habrá sido en los años más duros del nacional catolicismo franquista. Un país en el que por Semana Santa cerraban los cines, donde los legionarios cantaban aquello de “soy el novio de la muerte” y en el que discurso oficial, basado en una interpretación torticera del catolicismo, decía que España era un “sentido trágico de la vida”, una capacidad innata para el sufrimiento en el que las mujeres mayores parecía que competían a ver quién es más desgraciada. ¿Qué es lo que hace que una vida merezca la pena ser vivida? Aunque la base de la depresión de mi madre (o la de cualquiera) es genético- biológica, y una depresión te hace sentir que la vida no vale la pena ser vivida, lo que da sentido a la vida es la cultura, el abanico de los relatos que nos ofrecen las sociedades en que vivimos acerca de lo que es una buena vida, lo que, en último término, orienta la vida en sociedad. La mayoría de la gente no se hace muchas preguntas acerca de lo que necesitan para vivir una vida que valga la pena ser vivida, sencillamente se limitan a elegir, en el caso de que tengan alguna capacidad de elegir, entre los repertorios culturales que están a su alcance. Con diez años a mi madre las monjas le dijeron que no era buena, que no valía la pena que estudiara. Así que imagino que, durante 20 años, pues se casó a los treinta, el sentido de la vida para ella debió ser el de encontrar un buen marido, tener hijos y ser una buena ama de casa. Imagino que la única otra alternativa que hubiera sido aceptable para las monjas cuando le dijeron aquello, en 1948, es que se hubiera metido a monja, y que hubiera dado su vida por Dios y por los demás.




Mis hermanas y yo vinimos a este mundo a darle sentido a la vida de mi madre. Aunque yo sea el menor, y la vida de mi madre ya tenía un cierto sentido cuando yo nací, pues ya tenía dos hijas, en la época tener un hijo varón era el destino de toda mujer: dar un heredero a la familia. ¿no es eso lo que cuentan las historias de reyes y princesas que aún se siguen contando? Mi madre ya ha criado a sus tres hijos, tras el verano cumpliré los 50. Mi sobrino mayor ya ha cumplido los 18 e irá a la universidad, y su hermana le queda sólo un año para terminar el Bachillerato. Desde ese punto de vista es razonable pensar que siente que ya no le queda nada por hacer. O, al menos, que no queda nada por hacer que valga la pena hacerse.

 


La fábula de la zorra y las uvas, originariamente contada por Esopo, luego por Samaniego, y que yo leí por primera vez en un libro de Dan Ariely, cuenta que una zorra ve un racimo de uvas e intenta alcanzarlas, y, al darse cuenta de que está demasiado alto, desprecia las uvas diciendo que no están maduras. La moraleja que a menudo fingimos despreciar aquello que secretamente anhelamos y que sabemos que es inalcanzable, e imagino que en el desprecio por la vida de mi madre hay algo de ello, de ese despreciar la vida que sabe que no le tocó vivir (quizá hubiera querido ser algo distinto a una ama de casa, pero en su tiempo no pudo). Si yo vine a este mundo a darle sentido a la vida de mi madre el relato que a mí se me ofreció para darle sentido a la mía era seguir los pasos de mi padre. No en el sentido de seguir con su trabajo, sino en el de conseguir uno, casarme y tener hijos. A punto de cumplir los 50 yo también podría hacer como la zorra de la fábula y decir “lo de ser padres está sobrevalorado”. Pero, aunque no llego a ello, aún soy capaz de rehacerme y pensar que aún puedo llenar los años que me quedan de vida de cosas que hagan la pena que la vida merezca ser vivida. El otro día, cuando intentaba razonar con mi madre (iluso de mí), ella se quejaba de que cómo le podía estar pasando esto a ella. Yo le decía que lo que está pasando es lo que le pasa a mucha gente de su edad, que hay que adaptarse. Yo, por ejemplo, estoy convencido de que es prácticamente imposible que ya mejore mis marcas en maratón, así que me readapto y si lo que antes podía “llenar de sentido” esa pequeña y limitada parcela de mi vida era intentar mejorar mis marcas ahora es lo de seguir pudiendo cumplir años y terminando maratones. Mi madre podría pensar que si ahora lo que le toca es vivir una vida de dependencia podría intentar sacar cosas buenas de ello, pero no le da la gana. Pero tampoco me atrevo a censurarla. También conozco a mucha gente que dejó de correr cuando comprendió que ya no iba a bajar sus marcas.




La historia de mi madre es una historia triste, pero no porque le haya tocado vivir cosas especialmente malas, sino por las cartas que le tocaron en la partida de la vida. Y las cartas que le tocaron a mi madre hicieron que todo le pareciera siempre poco. La depresión, la distimia y el neuroticismo tienen que ver con eso: tener una elevada sensibilidad para los estímulos negativos y una muy baja sensibilidad para los estímulos positivos. Si los daltónicos lo rojo lo ven verde, y mientras quienes nacen con un oído musical son capaces de disfrutar, mientras a otros la música le parece mero ruido, mi madre nació (porque eso es gran parte genético) con esa condition, que dirían en inglés: una extraordinaria capacidad para molestarse hasta con la más mínima cosa y una extraordinaria capacidad para no alegrarse con casi nada. Ahora está deprimida y chutada de medicamentos, lo que lo agudiza todo aún más. Pero ése ha sido básicamente su “modo por defecto”. Mis hermanas y yo, por cosas de la lotería genética, no heredamos ese rasgo. ¿En qué me baso para ser tan categórico? Pues en que si lo hubiéramos heredado no habríamos llegado a los 50: nos habríamos muerto antes. Porque si desde que tienes poco más de diez años estás escuchando a tu madre decir que no tiene gana de nada, nada más que de morirse, y no eres tú el que te mueres, es que tienes un “modo por defecto” un poco más optimista que el de tu madre. ¿Qué puedes hacer para llenar de vida los años que te quedan de vida? Creo que si tanto me irrita el nacional catolicismo es porque en el fondo sigo compartiendo valores que vienen de ahí: tu vida tendrá sentido si el día en que te mueras has aportado un pequeño granito de arena a hacer del mundo un lugar un poco mejor. Los padres de Shakespeare, de Cervantes, de Newton o de Galileo con su vida hicieron del mundo un lugar un poquito mejor no tanto por lo que hicieron sino por haber traído al mundo a quienes trajeron. Así que como a mí no me tocará eso lo único que me queda es escribir mucho. Una de las cosas que más me alegran en la vida es  haber estado tomando dos cervezas y que se te acerque alguien que me dice “tú me diste clase hace 15 años, y aún recuerdo el día que nos dijiste” … son del tipo de cosas que te hacen pensar que has aportado un pequeño granito: algo le has aportado a alguien.




El chocolate negro es amargo, pero eso no quiere decir que no me encante. ¿Qué me queda a mí ahora? Más pronto que tarde mi madre acabará en una residencia. Así que imagino que lo que me espera es un verano amargo como el chocolate negro. Ayer mi hermana y yo llevamos a mi madre a ver a una amiga suya que vive en Ecuador. La mujer se desvivía diciendo todo la quería que, siempre había sido su mejor amiga. Y mi madre impasible, catatónica. Básicamente, le da ya todo igual, cualquier cosa puede que la moleste, pero no hay nada que pueda gustarle o alegrarle. Así que yo ahora lo único que puedo hacer es estar con ella, a veces para estar pendiente de que no le pase nada. Pero básicamente, ello no le alegra lo más mínimo, igual que no le alegra que la lleve a comer con sus nietos. Mi madre se levanta sobre las 7. Come fruta, y me pide que le ponga música relajante, en Netflix le pongo “Moving Art”, paisajes y música relajante. Hace tiempo le ponía la “Guía de Meditación de Headspace”, pero ya no lo aguanta. Mientras lo veía esta mañana, mi mente dialogaba en silencio: “Vale mamá, que no tienes ganas de nada, nada más que de morirte, como ya nos decías a mis hermanas y a mí hace 40 años. Pues ya han pasado cuarenta años, ya has vivido bastante, si sigues pensando lo mismo no te voy a retener más, si lo que quieres es morirte muérete”. Mi madre tiene hecho el testamento vital, ha pedido que no le alarguen la vida innecesariamente. La eutanasia es otra cosa, que ahora mismo aquí no es posible. Pero si pudiera, yo se la desearía. El otro día el “problema” de mi madre era que, si se le salía la dentadura en el Centro de Día, o si se le escapaban los peos, la gente se iban a reír de ella, o iban a pensar que era una mentirosa, o… Otra persona, con otro carácter, podría ir aceptando las limitaciones que le van a ir llegando con un cierto “espíritu deportivo”. Para mi madre, con su carácter y su educación, lo que le espera es sufrimiento y humillación. Y a esta edad ya no va a cambiar.




Ganas de vivir y de encontrar sentido a la vida. En mi caso, sentir que lo que haces puede aportar un granito de arena a hacer del mundo un lugar un poquito mejor. Desde el catastrofismo de mi madre lo que le pasa a ella es tan grave que parece que nunca a nadie le había pasado algo así. Desde mi realismo sociológico y mi optimismo soy consciente de que lo que me pasa a mí le pasa también a miles de personas más. Y si puedo ayudar un poco a aliviar el sufrimiento haré del mundo un lugar mejor. Mi madre tiene mañana revisión con el psiquiatra, que nos había dicho que iba a mejorar con este tratamiento, y no ha mejorado nada. Así que a lo que nos enfrentamos ahora es a una frase que mi sobrina hizo famosa cuando era chica: “esto es lo que hay”. Hay personas que tienen una enfermedad “física” terminal: a partir de ahora lo único que le queda es ir cuesta abajo y sin frenos (el otro día mi madre usó esa expresión). Mi madre tiene una enfermedad terminal, pero mental. Y, cuando entiendes que, para tu madre, lo que hay ahora “es lo que hay” le deseas la muerte. Yo, al igual que todos los hijos que hemos pensado esto en algún momento, me he sentido mal por el mero hecho de hacerlo: ¿de verdad estoy deseando que mi madre se muera? ¿es egoísmo porque no quiero hacerme cargo? ¿o es altruismo porque el fondo es lo mejor para ella? Mi madre ya no le encuentra sentido a su vida, pero yo aún tengo que llenar de vida los años que me queden, pese a que el “Plan A” con el que me proveyó mi cultura (casarme y tener hijos) no lo vaya a llevar a cabo. Y en mi caso lo que intentaré es aportar mi pequeño granito de arena a hacer del mundo un lugar mejor. Ojalá que nunca te toque pasar por ahí, pero a muchas personas les tocará. Estar esperando el momento de meter a tus padres en una residencia, desearles que se mueran. Pero si te toca, por más que tus padres, y buena parte de la sociedad, empezando por el sistema público de salud, para el que parece que la salud mental no existe, te pretendan hacer sentir mal (eres un mal hijo/a, como puedes si quieras pensar eso), no te culpabilices. O, como dirían los anglos, no te dediques a adding insult to injury. Yo sólo puedo contar un caso particular para que cada quien saque su propia enseñanza, si la saca. En mi caso, hace más de 40 años que escucho a mi madre decir que nada le motiva ni le ilusiona, que nada le motiva, que no tiene ganas de nada, nada más que de morirse. Cuarenta años después, poner por escrito que pienso “bueno mamá, pues ya está, si lo que quieres es morirte muérete” resulta liberador. Así que si sabes de alguien a quien leer esto le puede ayudar, compártelo. Quizá así también contribuyas a aportar un granito de arena para hacer del mundo un lugar un poquito mejor. Que oye, al menos a mí me ayudará a encontrar un sentido a la vida.

 



  

Comentarios

Entradas populares de este blog

Historias de la vida, vidas de la historia

Mi manchi (1949)

Sonrisas y abrazos. Teoría de la soltería.